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Jugando a la política en
el parque jurásico
- primera parte

por Antonio Sánchez García
 
viernes, 22 diciembre 2006


“La mayoría de los pueblos del mundo han vivido siempre bajo tiranías.

 La mayoría todavía vive en esas condiciones”

Hugh Thomas, 1977.
 

 

            Es difícil si no directamente imposible explicar la extravagante y jurásica figura del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías  en un escenario político tan sofisticado como el que viven algunas sociedades latinoamericanas modernas, tal como lo van siendo el Chile de la Concertación o el México del post priismo. Incluso el Brasil de esta neo socialdemocracia lulista y la Argentina de posibles y emancipadas primeras damas convertidas en presidentas de la república. Para todos ellos, cualquier racionalización resultaría inútil. Han de verlo como un fenómeno estrictamente caribeño, venezolano, petro-bananero al cual no encuentran explicación suficiente que no sean las desgastadas etiquetas del populismo, la demagogia, el estatismo autocrático. Imaginando siempre que Venezuela corresponde fielmente a la imagen del folklore hollywoodense: un país de palmeras y  ríos turbulentos gobernado por un grupete de multimillonarios rodeados por una marea aterradora de pobres de misericordia. Ha de resultarles inútil incluso el recurso al concepto de gendarme necesario, puesto de moda por el historiador positivista venezolano Laureano Vallenilla Lanz  a fines del siglo XIX para explicar cuán necesario era entonces un dictador de modo a controlar al levantisco y alebrestado país de montoneras que era la Venezuela surgida de las guerras civiles de la Independencia y viera emerger de las alturas andinas la figura menuda y cabezona del revoltoso, hablachento e hiperkinético Cipriano Castro.  El que osó enfrentar a las grandes potencias y se convirtiera en el hazmerreir de caricaturistas europeos que vieron en él la prefiguración del coronel Tapioca. Tras suyo la del verdadero y auténtico deus ex machina del despotismo del siglo XX, el hacendado tachirense Juan Vicente Gómez, un latifundista parco e introvertido que le arrebatara el Poder a su compadre, en ausencia berlinesa por razones renales, manteniéndolo férreamente en sus manos durante 27 años. Era Venezuela por entonces un pobre archipiélago de caudillos que Gómez - el Benemérito para sus seguidores y adulantes o “el paranoico, el monstruo, la ignominia de los Andes occidentales” para sus detractores -, tuvo a bien amansar con una de las tiranías más feroces de nuestra historia. El petróleo había reventado la dura corteza de ese “cuero seco” irreductible que era la Venezuela rural, despoblada y semi analfabeta hacía poco más de una década, pero el país siguió sumido hasta diciembre de 1935 en las brumas del caudillismo autocrático del siglo XIX. Esa era la imagen perfecta de la modernidad para Gómez: un país definitivamente pacificado a punto de grilletes, sable y machete. Y eso – no es malo tenerlo presente -  sucedió tan sólo ayer, en 1935, mientras en Chile el joven médico Salvador Allende fundaba la seccional del Partido Socialista en Valparaíso, su ciudad natal. Ni Hugo Chávez ni la Sra. Bachelet han caído del cielo. Son productos muy auténtica, muy genuinamente nacionales.

 

            No es malo situar al caudillo llanero que hoy pretende llevar adelante un proyecto estrafalario y confuso llamado Socialismo del Siglo XXI en el contexto de esa historia de montoneras y teniendo como antecedente directo a Castro – no Fidel el habanero, sino Cipriano el tachirense. Previo a la emergencia de Cipriano Castro, quien pasara al anecdotario nacional como un bailarín lascivo y sexualmente insaciable, Venezuela pierde un tercio de su población – alrededor de 250 mil almas – en la espantosa guerra a muerte con que se librara su independencia. Y otras cien mil en la llamada Guerra Federal o Guerra Larga que continúa esas guerras y vuelve a desangrar e incendiar el país entre 1858 y 1863, cuando otro caudillo llamado Ezequiel Zamora y que Chávez reclama como su directo antecesor incendiara la república por sus cuatro costados tras la bandera del federalismo y el reparto de tierras. Entonces desaparece su aristocracia y el país queda en manos de la llamada “pardocracia”, gobierno de los pardos o mulatos, que han constituido el factor socio-cultural predominante en la historia de un país carente de homogeneidad racial. La Venezuela independiente se arruina, se despuebla, se desertiza y vegeta, en condiciones inferiores a las alcanzadas tras los tres siglos de vida colonial.  Sin un Estado centralizado ni un ejército nacional la vida política queda en manos de caudillos regionales en el mejor estilo de la herencia caudillesca hispánica, heredada de la conquista. Así lo vio Mariano Picón Salas: “sociológicamente, Venezuela, después de las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX, es como una gran montonera – sin ejército, sin administración pública digna de ese nombre – donde el caudillo más guapo, más inteligente o astuto se impone sobre los otros caudillos provinciales”. Ya entonces se perfila el rasgo esencial que, al parecer y según los resultados oficiales de estas últimas elecciones presidenciales, no ha terminado por ser extirpado del imaginario político de las masas venezolanas: “Es el valor del ‘guapo’ o la audacia arbitraria del ‘cacique’, la más alta medida humana en ese largo período histórico (1864-1935), que se prolonga hasta el final de la dictadura de Gómez”. A pesar de ingentes esfuerzos liberalizadores, como los de Antonio Guzmán Blanco, el ilustre americano. O de cuarenta años de democracia puntofijista, agregaríamos hoy en día. Como diría Cohélet, el redactor del Eclesiastés: "nada nuevo brilla bajo el sol". O mucho más directamente referido a Venezuela y sus tribulaciones: "lo que nace torcido, nada lo endereza".

 

            Gómez (1908-1935) termina por controlar al país, liquidar los caudillismos, levantar un Estado relativamente moderno, poner en pie un ejército profesional y crear una Hacienda Pública, dotando al territorio de una elemental red vial, en gran medida construida por presos políticos. Siempre bajo la sombra del petróleo, el gran protagonista de la Venezuela contemporánea. Norteamericanos e ingleses comienzan a luchar por hacerse con las concesiones, intuyendo primero y comprobando científicamente luego que bajo ese cuero seco bullía una de las riquezas energéticas más fastuosas del mundo. Revienta en 14 de diciembre de 1922 el pozo Los Barrosos Nº 2, cerca de la ciudad de Cabimas en la costa oriental del Lago de Maracaibo desde una profundidad de medio kilómetro, fluyendo descontroladamente a razón de 16 mil metros cúbicos diarios. El New York Times tituló el evento en primera página como el reventón del pozo petrolero más grande del mundo.

 

            Desde entonces, política y petróleo se convertirían en una sola realidad. Como lo advirtiera con su genial premonición el gran líder de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt. El país, que hasta entonces malvivía del cacao, el café y una miserable ganadería se convertiría en un apetecido botín para las grandes empresas petroleras de ingleses, holandeses, franceses y norteamericanos. Y la dictadura de Gómez en un astuto administrador de las burusas del botín, cuya parte del león se extraviaría en manos extranjeras. Se iría modernizando a trancas y barrancas y a la muerte del tirano intentaría torcer su rumbo girando hacia la modernidad.  Vive una suerte de madrugada hacia la democratización entre 1935 y 1945 en manos de dos delfines de Gómez – los también generales andinos López Contreras y Medina Angarita - , hasta que el 18 de octubre de 1945 una insólita alianza de coroneles desarrollistas y políticos de la nueva hornada provoca el primer estremecimiento pot gomecista con el gobierno revolucionario de Rómulo Betancourt, un líder socialdemócrata de origen marxista que da un golpe de Estado y asalta el Poder a los 37 años. Había vivido algunos años de su exilio en Chile a fines de los años 30, cuando estableciera profundos vínculos de amistad con Salvador Allende y toda la élite de la izquierda chilena. Desde entonces, el establecimiento político pecaría de una falencia jamás resuelta: carecería de referentes culturales y políticos de sesgo liberal. Los que sobrevivirían, como Arturo Uslar Pietri, serían marginales y decorativos. En manos de Rómulo y Caldera, de Jóvito Villalba y los próceres de la generación del 28 Venezuela sería un país medular, estructuralmente izquierdista, socialdemócrata, incluso cuando gobernado por la democracia cristiana, en rigor más populista, más izquierdizante y más pre conciliar que la misma socialdemocracia adeca. Y estatólatra hasta sus últimas consecuencias. Para tener una referencia regional: en 1946 Chile elige presidente de la república a Gabriel González Videla, un líder del radicalismo chileno y del Frente Popular que  incorporaría a su gabinete a tres ministros comunistas, que ocuparían las carteras de Trabajo, Agricultura y Tierras y Colonización. Era la aurora de la globalización en los albores de la Guerra Fría.

 

            Tres años después y tras un acelerado proceso de democratización social, la Junta de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt cede el Poder al novelista Rómulo Gallegos, electo en las primeras elecciones directas, universales y secretas vividas por el país en sus ciento cincuenta años de vida republicana. Sería depuesto a los pocos meses por uno de los compañeros juntistas de Betancourt, el coronel de ejército Marcos Pérez Jiménez, quien gobierna desde entonces hasta 1958. Es la década que la historiadora Ocarina Castillo llamaría “los años del buldózer”: Venezuela cambia dramáticamente su faz con la construcción de autopistas, carreteras, urbanizaciones. Se alzan los primeros rascacielos de Caracas, se construye la Ciudad Universitaria, hoy patrimonio arquitectónico de la humanidad, surgen centros vacacionales y grandes urbanizaciones para los sectores populares.  Es la época del furor petrolero, la vida fácil, los carnavales febrerinos y la inmigración masiva: llegan cientos de miles de italianos, portugueses y españoles huyendo de las miserias causadas por la guerra, enriqueciendo la nacionalidad y proveyendo de mano de obra disciplinada y especializada a un país sediento de desarrollo. Sentarían las bases para la emergencia de una pujante clase media. Así, se crean las condiciones para el arribo de la democracia, que revienta todos los diques dictatoriales y se hace sentir a partir del 23 de enero de 1958, cuando cae Pérez Jiménez y se establece la democracia en Venezuela. Luego de dos docenas de constituciones, innumerables revoluciones, tiranías, montoneras, golpes de Estados y movimientos facciosos. Era una señal promisoria del esfuerzo de los mejores por saldar la vieja, la centenaria deuda pendiente con la libertad.

 

* Advertencia: este artículo ha sido escrito para quienes desconocen la “historia patria”. Se pide indulgencia para aquellos de mis lectores venezolanos que estando enterados muy posiblemente me acusen de exagerada simplificación. Si no de incurrir en garrafales errores. Todo sea en aras de comprender algo del incomprensible galimatías en que chapoteamos. ASG

 

CONTINUARÁ

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