El cadáver del Cid Campeador fue montado a caballo para
ganar una batalla. Mucho más tarde, en nuestra tierra, se
decía que la novedad del fallecimiento de Juan Vicente
Gómez fue escondida por unos días, para anunciarla un 17
de diciembre y vincularle de algún modo a la muerte de
Bolívar. Y los totalitarismos socialistas del siglo XX nos
acostumbraron a los embalsamamientos, a la manera de los
faraones egipcios. Lenin, Mao, Ho Chi Minh, y Kim Il- Sung
yacen en mausoleos, preservando la memoria de sus
desmanes.
En todos esos y otros casos se aplican las reflexiones que
hizo un gran pensador alemán, Martin Heidegger, en su
extraordinario libro de 1927, Ser y tiempo. Por un
lado, Heidegger insiste que cada ser humano debe asumir el
morir “por sí mismo”. La muerte, escribe, “en la medida
que ella ‘es’, es por esencia cada vez la mía”. Por otra
parte añade: “Es cierto que la muerte se nos revela como
pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan
los que quedan”.
La muerte es un episodio hondamente personal, de cada
individuo. Algunas muertes tienen un significado amplio,
pero ello no elimina su esencia última para cada cual. Y
lo interesante de los ejemplos mencionados es que nada
sabemos acerca de lo que experimentaron esos personajes;
tan sólo tenemos indicios sobre la pérdida que sintieron
los que quedaron y aún quedan.
Es inhumano manipular la muerte y es inhumano jugar con la
vida. Lo que hoy contemplamos en Venezuela es doblemente
condenable desde un punto de vista ético. Merece condena
el empeño de un individuo en hacer de la muerte un rito
colectivo, sin tomar en cuenta la responsabilidad que en
efecto tiene hacia una ciudadanía que le trasciende, y que
permanecerá después de que él ya no esté. Merece
igualmente condena el intento de muchos para procurar el
ocultamiento, convirtiendo la muerte en una herramienta
dirigida a asegurar el poder.
Es condenable que un ser humano enarbole el desafío
personal con la muerte como si se tratase de un teatro en
el que, presuntamente, él no es sino otro actor que más
tarde, acabada la función, se despojará del maquillaje e
irá por la vida como si nada hubiese pasado. Y es
condenable que los seguidores del protagonista principal
hagan lo posible por impedirle que su despedida del mundo
sea “cada vez, la suya”, y no la de los ambiciosos que
pretenden prolongarse en el mando.
Adolfo Hitler hizo de su muerte un teatro, pero la asumió
con decisión y sin plegarias públicas. Con otro gesto que
expuso la oscuridad de su alma, quiso destruir en esa
etapa final lo que quedaba de su nación, para que nada le
sobreviviese. Salvando las distancias, en nuestro país
observamos una manifestación parecida de voluntad por
encima de las instituciones, de las tradiciones, de los
intereses y valores de un pueblo que aspira a la paz y la
reconciliación, pero que está sujeto a los vaivenes de un
proceso en el que representa un papel secundario, como un
títere inerme dentro de una sombría escenografía sin
sentido ni rumbo.
Más allá de las ambiciones y el miedo, lo que ahora vive
Venezuela es poco digno, pues pone de manifiesto un
profundo irrespeto hacia lo que es fundamental en el ser
humano: la posibilidad de que su paso por el mundo culmine
como “cada vez, el mío”. Y es indigna la actitud de los
presuntos sucesores del régimen, que hacen tras bastidores
sus movidas en nombre de una “revolución” cuya vaciedad,
mediocridad, esterilidad elocuente y dolorosa quedarán
inequívocamente de manifiesto, una vez que el viento se
lleve la polvorienta hojarasca de estos tristes días.