Desde su apartado rincón en el infierno,
Carlos Marx observa estupefacto el curso de los eventos en
la Europa actual y se pregunta: ¿Qué pasó con mis
profecías? Tiene razón al sorprenderse. El escenario
europeo no podría contradecir de modo más flagrante la
ortodoxia marxista. En medio de una generalizada crisis
capitalista los pueblos votan contra la izquierda y por
los conservadores. Entretanto los partidos de izquierda,
que se presume deberían al menos sostener el principio
leninista de la “primacía de la política”, se dedican más
bien, como en Italia y Grecia, a llevar al poder gobiernos
tecnocráticos, incoloros, inodoros e insípidos, para que
realicen la tarea inequívocamente política de imponer la
austeridad y someter a los trabajadores y la clase media a
una severa reducción en sus niveles de vida.
Uno no deja de asombrarse ante lo que
ocurre. Es obvio que la izquierda europea, para regocijo
de quienes criticamos sus banalidades, sufre la más grave
de las enfermedades: la que extravía los espíritus y les
pierde sin remedio. Esa izquierda, que debería ser la
primera en entender la naturaleza ultra-capitalista del
llamado proyecto europeo, es sin embargo su principal
defensora, enredándose en consideraciones idealistas
acerca de la “identidad cultural” y otras abstracciones
por el estilo, que habrían hecho llorar, o quizás
arrastrarse de risa, a sujetos como Lenin y Trotsky.
En efecto, la Unión Europea es en su
esencia el vehículo a través del cual las corporaciones
del viejo continente intentan competir en un mercado
global capitalista, acosado por tiburones gigantescos como
EEUU, China e India. Frente a semejante realidad la
izquierda europea se dedica mansamente a defender el
Estado de Bienestar socialdemócrata, cuyos precarios
cimientos se agrietan de manera patente y cruel, dejando a
la deriva las quimeras seculares de una prosperidad
siempre creciente, ilusión óptica bajo la que ha vivido
Europa estas pasadas décadas.
El espectáculo hipnotizante, por su
palpable inexorabilidad, de la decadencia del Euro, en
lugar de alegrar los corazones de los socialistas europeos
les pone a temblar. Y es que esa izquierda europea se ha
integrado tanto al sistema imperante que ya ni se atreve a
organizar protestas o liderar a los sindicatos. Su
propuesta es puramente administrativa y no política. Lo
que ofrecen es gerenciar más eficazmente el Estado de
Bienestar, concepto tan en quiebra como los bancos
franceses. Ni siquiera osan asumir el poder cuando las
cosas se ponen difíciles, y cual corderitos se suman al
coro de los “técnicos”, en empeño inútil para reemplazar
la política con espejismos burocráticos.
Desde luego, siendo la vida un proceso
dinámico, hasta en la esclerótica Europa de hoy el colapso
de la izquierda tradicional abrirá las puertas a la
radicalización de algunas de sus partes, y quizás el viejo
Marx reciba un poco de oxígeno en medio de los vapores
sulfurosos, una vez que los sectores extremistas se
organicen y comiencen, en clave leninista, a lanzar
consignas que respondan a las “ineludibles exigencias del
momento histórico”. Europa apenas inicia un camino que la
conduce directamente a la radicalización de la política,
de izquierda y derecha. El terremoto económico que la
estremece a raíz del derrumbe del sueño, más grave de lo
que se admite, tiene un potente impacto social. ¿Qué
respuestas articulan las fatigadas élites europeas, ahora
que sus utopías se desvanecen? ¿Tienen aún interés y
fuerza para dar a la libertad del ser humano una
oportunidad, en vez de asfixiarla más y más?