Desde que el
grito de independencia rompió la quietud de la Semana Santa
colonial, el jueves 19 de abril de 1810, a la mujer
venezolana la envolvió el mismo fervor revolucionario que
indujo a sus pares varones a lanzarse en pos de la gloria
para inscribir su nombre en la historia. Luisa Cáceres de
Arismendi, en el Castillo de San Carlos Borromeo de
Margarita, Eulalia Buroz, en La Casa Fuerte de Barcelona,
Josefa Camejo, en las calles de Coro, Juana La Avanzadora,
en Maturín y las numerosas y heroicas soldaderas anónimas,
que siguieron al ejército patriota en las batallas combate,
son nombres y hazañas que debemos recordar con respeto.
Respeto que
también merecen, las miles de mujeres, violadas y
sacrificadas, por las hordas de Ezequiel. Barbarie
alimentada por el odio que los demagogos liberales del siglo
XIX, Tomás Lander y en especial -el más execrable de todos;
el populista y gaseoso Antonio Leocadio Guzmán- sembraron en
el corazón de los más humildes en el preludio de la
espantosa Guerra Federal que costó al país más de 300 mil
muertos, a mediados de ese siglo.
Una tradición
de lucha y espíritu de sacrificio, que enaltece a las
mujeres de ese tiempo porque no se entregaron
voluntariamente a sus verdugos, ni se rindieron ante los
dictadores sucesivos, salvo algunas individualidades que se
plegaron a las veleidades de Guzmán Blanco, y las damitas
encopetadas de la sociedad caraqueñas, de los días de
Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que se prestaron para
educar a la montaraz oficialidad andina, con miras al
disfrute del poder. Mención aparte merecen, por su valentía,
las honorables mujeres que arriesgaron sus vidas en la lucha
contra Pérez Jiménez.
Elogio que
jamás recibirán las revolucionarias colaboracionistas, de la
pandilla de delincuentes que detenta el poder. Vergonzosa
brigada de mujeres que no les importa que la misoginia
militar las patee, con la misma brutalidad de las hordas de
Zamora. Algo más, aceptan que el Hugorila las utilice para
limpiar las excrecencias del régimen, las humille y soborne
para que difundan los valores de una ideología condenada al
fracaso y las induce a comportarse como las mujeres
complacientes, de las dictaduras precedentes. Desvergüenza
que jamás se vio en los 40 años de la imperfecta democracia
puntofijista donde las mujeres, en funciones de gobierno
actuaron con dignidad y no le besaban los pies al jefe de
estado.
En la
actualidad, la sumisión es la única credencial que se
requiere para que, un hombre o mujer, ocupe un cargo
relevante en el chavismo llevando las mujeres la peor carga,
ejecutando las tareas más infames, que las expone al
escarnio público – las niñas malas de la película- en
desmedro de su condición femenina. Por supuesto, que ellas
no están exentas de culpas y se prestan para los actos más
inescrupulosos con la misma pérdida de la dignidad, de las
muchachitas que se acuestan por hambre en la Cuba de los
Castro, paradigma a seguir en la mal llamada revolución
bolivariana.
He aquí algunas
de las más conspicuas niñas malas del chavismo, que tienen
sus asignados, en la Historia Universal de La Infamia:
Luisa Estela Morales,
complaciente presidente del Tribunal Sumiso de
Justicia, quien avala con su infinita sapiencia las
truhanerías que la justicia revolucionaria, que sus probos
magistrados juzgan, ecuánimemente para atornillar a Hugorila
al poder.
Luisa Ortega Díaz,
Fiscal General de
la Nación,
nada sabe de derecho, pero es experta en inventar
delitos como el amañado a Manuel Rosales y se da el lujo de
elaborar un proyecto de ley, sin estarle permitido, para
regular la libertad de expresión. Como fiscal, justificó la
salvaje agresión a los periodistas de la Cadena Capriles.
Pero no tuvo coraje para instruirle un expediente al cobarde
coronel Benavides, que quiso amedrentar a la periodista Del
Valle Canelón ¡Una mujer digna!
Cilia Flores,
flamante Presidente de
la Asamblea Nacional,
ex sumariadora de expedientes policiales, quien arrastra el
nauseabundo saco de resoluciones elaboradas en Miraflores y
es la encargada de pastorear el rebaño de levanta manos que
aprueba las más aberrantes leyes, que los diputados más
jalabolas, no se han atrevido a votar, en toda la historia
del parlamento. Entre ellas, la Loe, que hipoteca el futuro
de los niños y la ley sapo, para consagrar la delación como
virtud revolucionaria. En ese rebaño las otras niñas malas,
las diputaditas de la Asamblea, se diluyen en la
insignificancia de los legisladores, que nunca han hablado
ante el foro, por miedo a caer en la incoherencia de Desiree
Santos o en los desvaríos de la irascible Fosforito. Ellas
matan el tiempo aguardando el quince y último para comprar
ropita y ellos velando las mismas fechas, para gastar el
sueldo en las tascas de Las Mercedes.
Tibisay Lucena,
la gordita Presidente, del Consejo Supremo Electoral,
vive pensando en las dietas, el cuidado de su peinado y la
tardanza de la llegada de alguna Ley para firmarla sin leer
y justificar el sueldo.
Finalmente, la imperceptible Gabriela Ramirez, la
heredera de la Defensoría
del Puesto,
todavía no sabe para qué está ahí, ni tampoco sabe qué fue
lo que hizo en el cargo, la anterior nulidad que lo ocupaba,
un tal Germán Mundaraín.
Todas ellas,
son el prototipo de las niñas malas, constructoras del
socialismo del siglo XXI en Venezuela. El valioso aporte de
la revolución bolivariana a la literatura universal cuyas
historias, el gran Mario Vargas Llosa debería recopilar
para escribir una segunda versión ampliada, de su
“Travesuras de la niña mala”. El éxito está asegurado.