(A la luz de Manuel García-Pelayo)
Introducción
Me propongo analizar en algunos de sus
rasgos más relevantes el panorama estratégico mundial y
sus perspectivas. Entiendo por “panorama estratégico
mundial” la posición relativa de poder de los principales
actores internacionales, con particular referencia a los
Estados Unidos. Desarrollaré mi estudio en función de
varios de los aportes teóricos que contiene la vasta y
fecunda obra de Manuel García-Pelayo, persona a quien
conocí, estimé y respeté, y quien me honró con su amistad.
A través de este texto deseo rendir un homenaje a su
memoria.
Mi objetivo no es pronosticar sino indagar
acerca de situaciones ahora perceptibles y su probable
evolución. No imitaré el estilo de ciertos informes de
inteligencia estratégica global, o de populares reportes
coyunturales sobre “mega-tendencias”,
que procuran predecir cómo será el mundo en cinco, diez o
veinte años. Desde luego, formularé conjeturas, confío que
adecuadamente argumentadas, en torno al rumbo que observo
en los asuntos estratégicos internacionales, señalando
probables consecuencias, pero siempre desde un ángulo
teórico que intenta más bien comprender que pronosticar.
Los tres volúmenes que recogen la obra
intelectual de García-Pelayo ponen de manifiesto su empeño
en que el estudio de la realidad política, histórica o
contemporánea, se sustente en un enfoque teórico sólido y
armoniosamente articulado. Mi intención en estas páginas,
siguiendo ese ejemplo, es guiarme a través del complejo
marco estratégico mundial haciendo uso de las reflexiones
de García-Pelayo sobre el poder, los mitos políticos, y la
estratificación de las potencias desde el punto de vista
geopolítico.
La presentación se dividirá en cuatro
secciones: En primer lugar haré un breve recuento del
período de l Guerra Fría y las causas de su culminación,
evidenciada en el fin de la Unión Soviética y la crisis
del comunismo. En segundo lugar discutiré algunas de las
más conocidas interpretaciones formuladas a raíz del fin
de la Guerra Fría, acerca de las perspectivas que entonces
parecían abrirse a la evolución de los asuntos mundiales.
Luego abordaré los eventos del 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York y Washington y sus consecuencias. Por último me
colocaré en el presente, en los días que hoy vivimos, para
analizar su carácter y significación y vislumbrar en lo
posible, con base en una especulación razonada, la
dirección que llevan.
¿Cómo y por qué terminó la Guerra Fría?
El período histórico conocido como “Guerra
Fría” se extendió desde poco después del fin de la Segunda
Guerra Mundial y llegó a su punto culminante en 1989,
anunciado mediante el poderoso símbolo del derrumbamiento
del Muro de Berlín. Sobre este desenlace se ha tejido una
enrevesada maraña de interpretaciones, dominadas por la
tesis de que la Unión Soviética colapsó debido
fundamentalmente a causas internas.
En lo esencial esta literatura pierde de vista que el fin
de la URSS tuvo lugar no solamente debido a las severas
vulnerabilidades, deficiencias y dificultades internas del
régimen soviético y su agrietado aparato económico, sino
también y en buena medida al impacto demoledor de una
estrategia deliberadamente ofensiva, dirigida no ya a
“contener” al imperio soviético sino a hacerle retroceder
y eventualmente eliminarlo. Esta estrategia ofensiva,
que se diferenció clara y explícitamente de la anterior
política de “contención” (defensiva), fue concebida,
formulada y ejecutada durante la Presidencia de Ronald
Reagan entre 1981 y enero de 1989, y la misma combinó
componentes militares, políticos, diplomáticos, económicos
y de propaganda sicológica y subversiva, que en conjunto
asestaron un golpe decisivo a las corroídas estructuras
del ineficiente y opresivo sistema de dominación comunista
en Rusia y Europa oriental.
Los obstáculos que numerosos analistas
encuentran en el camino de apreciar en su justa dimensión
este elemento activo de los procesos políticos, se
derivan de una inadecuada comprensión del fenómeno del
poder. Me refiero a un elemento activo derivado de la
voluntad y puesto en movimiento por individuos
decididos a cambiar el curso de la historia. En tal
sentido, García-Pelayo señala que el poder es “la
capacidad de convertir posibilidades en realidades
mediante la aplicación de energía”, y distingue entonces
entre el concepto de poder y el de energía, indicando
sobre esta última que es: “la capacidad o fuerza apta para
lograr un resultado, es decir, para conseguir un objetivo
(consistente en la conservación o en el cambio de un
estado de cosas) venciendo las posibles resistencias”.
Resulta por tanto clave asimilar la diferencia entre, de
un lado, el concepto de poder, que incluye la
existencia de un sujeto o actor del poder al que
corresponde tomar decisiones sobre los objetivos a
conseguir y acerca del quantum necesario de
aplicación de energía para conseguirlos, y de otro lado el
concepto de energía, que no decide por sí mismo
sobre el objetivo ni las modalidades de su aplicación, y
que es “un potencial o stock de recursos para la
acción”, empleada por quien dispone de ella.
Con base en la mencionada distinción entre
poder y energía, García-Pelayo resaltaba (en 1974) el
hecho de que “nunca como ahora han dispuesto las grandes
potencias de tanta fuerza, de tanto stock para la
acción, de tanta energía objetivada en hombres y sobre
todo en mecanismos. Por consiguiente nos inclinaríamos a
afirmar que nunca las grandes potencias han sido más
poderosas que ahora; pero lo cierto es que ha sucedido lo
contrario, pues, precisamente las tremendas posibilidades
destructivas de la energía almacenada…tienen como
resultado la inhibición de su empleo ya que…su aplicación
efectiva conllevaría el riesgo de la destrucción de los
mismos que la emplearan…”
Esta inhibición fue característica de la
política exterior y militar estadounidense durante buena
parte de la Guerra Fría, cuya evolución podemos dividir en
tres etapas. En su primera fase, entre 1947 y 1953, se
definieron los campos en pugna y se estableció la “cortina
de hierro” o línea divisoria entre Occidente y el mundo
comunista. La segunda y más larga fase, entre 1953 y 1981,
fue de “contención” o “coexistencia pacífica”,
caracterizada del lado occidental por estrategias
primordialmente defensivas: cada vez que los soviéticos
avanzaban en algún ámbito de la línea divisoria
Este-Oeste, la nueva correlación de fuerzas era admitida
por Occidente, de modo que la “línea divisoria sólo se
movía en una dirección”.
La tercera y decisiva fase, entre 1981 y 1989, estuvo
definida por la crucial decisión de Ronald Reagan y sus
asesores de cambiar la estrategia defensiva de
“contención” a una estrategia ofensiva, dirigida a
transformar el status quo y lograr la victoria sobre la
URSS y el mundo comunista. En otras palabras, Reagan,
como sujeto o actor del poder, en los términos que usa
García-Pelayo, optó por cambiar el objetivo, formulando,
diseñando y ejecutando un cambio radical del paradigma
estratégico mediante el cual Estados Unidos asumía y
llevaba a cabo hasta entonces la Guerra Fría contra el
imperio soviético. El nuevo paradigma exigió a su vez una
reorganización y reconfiguración del stock de
energía que Washington estaba dispuesto a invertir y
emplear, ya no para contener a la URSS sino para
derrotarla.
Los diversos componentes de esta
estrategia, su concepción básica, y la descripción de sus
aspectos políticos, diplomáticos, económicos, militares y
de propaganda y subversión, fueron plasmados en las
Directivas de Seguridad Nacional # 66 y # 75,
rubricadas por el Presidente Reagan en noviembre de 1982 y
enero de 1983, respectivamente. Las mismas están
reproducidas en el citado estudio de Bailey (ver nota #
4), y el lector interesado puede también consultarlas en
la Internet.
Estos documentos constituyen una
extraordinaria ilustración de lo que García-Pelayo
califica como “energía personal”, que es uno de los
ingredientes menos tangibles pero usualmente más
importantes en la configuración del poder y en la dinámica
de la correlación de fuerzas en determinadas coyunturas
históricas. La energía, explica García-Pelayo, puede tener
carácter personal y carácter objetivado. En el primer
sentido “implica no sólo el deseo de mantener en forma o,
por el contrario, alterar el estado de cosas existente,
sino también el élan vital, la voluntad, la
constancia y el valor para llevar a cabo todas las
acciones necesarias para la consecución de tales
objetivos, por penosas que sean, y para asumir las
responsabilidades que de dichas acciones puedan
derivarse…” Esa energía personal es, en última instancia,
una “cualidad de carácter”,
que no puede ser medida o evaluada a la manera de objetos
materiales como, por ejemplo, tanques de guerra, aviones y
buques de combate en el campo militar. Por otra parte, la
“energía objetivada” no es subjetiva ni una cualidad de
carácter, sino el conjunto de instrumentos organizativos y
materiales a disposición del sujeto del poder.
En este orden de ideas, Las mencionadas
Directivas de Seguridad Nacional muestran que con
Reagan entró a funcionar como factor clave de la ecuación
del poder una energía personal novedosa, que condujo al
Presidente estadounidense a cambiar el objetivo de la
“contención” a la “victoria”, a generar los recursos
necesarios (“energía objetivada”) para lograr las nuevas
metas, y a promoverlas para asegurar el respaldo interno
al esfuerzo económico y militar que requería su original
propósito. Todo ello se derivó de su convicción, expuesta
en un discurso pronunciado el 8 de marzo de 1983, de
acuerdo con la cual “el comunismo es otro triste y bizarro
capítulo de la historia humana, cuyas últimas páginas se
están ahora escribiendo. Lo creo así porque la raíz de
nuestra fuerza en la búsqueda de la libertad no es
material sino espiritual. También porque esa búsqueda no
conoce limitaciones, atemoriza a aquéllos que pretenden
esclavizar al ser humano y triunfará sobre ellos”.
Estas palabras, y muchas otras del mismo
tono y contenido, que en ese tiempo pronunció Reagan y que
incluyeron su definición de la URSS como “el Imperio del
mal”, suscitaron inicialmente las burlas tanto de los
soviéticos como de muchos de sus compatriotas y de la
opinión bienpensante en Occidente, que por décadas habían
estado dispuestos y en ocasiones deseosos de convivir con
un estado de cosas que significaba la opresión y la
miseria para centenares de millones de personas. De Reagan
se mofaron hasta el cansancio, pero este político tan
subestimado fue capaz de hacer lo que otros jamás se
atrevieron siquiera a contemplar. Esa “cualidad de
carácter” suya jugó un papel decisivo en torcer el rumbo
de la historia.
No puedo detenerme acá en los detalles de
la estrategia de victoria de Reagan, que se encuentran
bien explicados en las Directivas citadas. No
obstante, cabe referirse brevemente a que Reagan consideró
que EEUU no debía, por razones éticas y militares,
continuar basando su relación estratégica con la URSS en
la doctrina nuclear de “destrucción mutua asegurada” (MAD),
pues la misma exigía que tanto EEUU como la URSS buscasen
su seguridad precisamente admitiendo la vulnerabilidad de
sus ciudadanos a un masivo ataque atómico del contrario.
De allí la decisión de Reagan de proceder al desarrollo
del programa de defensa antimisilístico conocido como
“guerra de las galaxias” o Star Wars.
Este programa militar, que demandó la inversión de grandes
recursos financieros y de otro tipo, y que potenció la
enorme ventaja tecnológica, especialmente en el terreno de
la informática, que EEUU ya tenía sobre la anquilosada
URSS, desequilibró agudamente el balance de poder y
constituyó el empuje final que se requería para quebrar
las muy debilitadas condiciones económicas de un Imperio
con pies de barro, así como la vulnerada voluntad de sus
líderes.
Ahora bien, quiero insistir en que sin la
intervención de esa “energía personal” y sus impactantes
consecuencias, la URSS bien podría haber prolongado por
años su existencia, pues los eventos históricos no ocurren
por arte de magia ni como el mero producto de fuerzas
objetivas e impersonales, sino que tienen lugar como el
producto de una compleja y variable interacción de
factores subjetivos y objetivos, espirituales y
materiales, cuya conjugación y efectos concretos son
siempre peculiares al tiempo y circunstancias en que se
patentizan. Sin duda, ya para el momento en que Reagan
asumió la Presidencia estadounidense, la URSS presentaba
significativas fallas y grietas estructurales en diversos
planos, pero no podemos perder de vista que seguía siendo
una superpotencia en el campo militar, que dominaba gran
parte de Europa y alcanzaba con sus tentáculos el mundo
entero. La estrategia ofensiva de Reagan cambió la
correlación de fuerzas e hirió mortalmente la voluntad de
poder de las élites soviéticas, que al final, con
Gorbachov a la cabeza, optaron por admitir el fracaso del
comunismo y permitir el desmantelamiento de su Imperio.
Las ilusiones perdidas.
El fin de la Guerra Fría asestó un duro
golpe al mito comunista, pero a pesar de las ilusiones que
algunos se hicieron al respecto, la caída del Imperio
soviético no transformó decisivamente aspectos esenciales
de las relaciones internacionales, de la política, y mucho
menos de la naturaleza humana en su complicado,
bamboleante y sinuoso rumbo histórico. Respetados
pensadores han descrito los años noventa del pasado siglo
como una especie de paraíso liberal y pacífico, aunque las
realidades concretas distaron bastante de asemejarse a esa
imagen, tan idealizada como distorsionada.
Quizás una de las piezas intelectuales más representativas
de las ilusiones que suscitó el fracaso soviético fue el
famoso artículo de Francis Fukuyama (publicado
inicialmente en 1989 y luego ampliado como libro),
titulado: ¿El fin de la historia?
La muy amplia y en ocasiones confusa discusión acerca de
lo que realmente quiso decir Fukuyama, tiene que ver sobre
todo con los contenidos de su libro de 1992, repleto de
oscuras referencias a Hegel. No obstante, su artículo
original deja poco espacio a equívocos, y pone de
manifiesto una visión bastante ingenua y excesivamente
optimista sobre la historia y el porvenir. En síntesis,
Fukuyama se planteó la posibilidad de que, con el presunto
colapso final del comunismo y el triunfo del Occidente
liberal-democrático y capitalista en la Guerra Fría, algo
“fundamental” había acontecido en la historia mundial. A
su modo de ver, se había producido “el agotamiento total
de alternativas viables y sistemáticas al liberalismo
occidental”, lo cual concedía al fin de la Guerra Fría el
carácter no de un mero episodio de la historia de la
postguerra (se refiere a la etapa posterior a la Segunda
Guerra Mundial), sino que se trataba “del fin de la
historia como tal: es decir, el punto final de la
evolución ideológica de la humanidad y la universalización
de la democracia liberal occidental como la forma última
del gobierno humano”. De inmediato Fukuyama aclaró que no
se refería al fin de los eventos históricos, sino a
una victoria del liberalismo y la democracia tan decisiva
y crucial en el plano de las ideas y la conciencia, que
otorgaba razones para pensar que ese ideal se impondría
también sobre la realidad material “en el largo plazo”.
Para los propósitos de esta conferencia,
carece de sentido perderse en una discusión en torno a
tales planteamientos, o de cuán largo podría ser el “largo
plazo” que tenía en mente Fukuyama, excepto para exponer
ciertas fallas de su argumento. La primera se refiere a la
subestimación que revela su tesis, basada en una filosofía
hegeliana de la historia como producto de la “astucia de
la razón” y el inevitable desenlace de fuerzas objetivas,
acerca del papel de la “cualidad de carácter”, o en otras
palabras, de los factores personales y la intervención del
individuo en el curso de los acontecimientos históricos.
Esa subestimación, en el caso de Fukuyama y otros
estudiosos, se deriva de una interpretación estrecha de
las causas que originaron el fin la Guerra Fría y dieron
lugar al desenlace específico que la misma tuvo. La
minimización del papel de Reagan y del impacto de
programas como el de “guerra de las galaxias” ha sido
común en la literatura sobre el tema, y Fukuyama no escapa
a ello. Por otra parte, en su evaluación acerca del
presunto triunfo ideológico del modelo democrático-liberal
y capitalista, Fukuyama subestimó la persistencia del mito
socialista y en general de las fórmulas colectivistas de
organización social y económica, así como las dificultades
de muchos para asumir la libertad individual y sus
secuelas en la economía de mercado y el imperio de la ley
(“rule of law”).
El mito socialista, como he sostenido en
otros escritos, es “inmortal” en cuanto que responde a
anhelos y pulsiones emocionales que hunden sus raíces en
estratos no-racionales del espíritu humano.
De hecho, como podemos observar actualmente en nuestro
propio país, a pesar del reiterado fracaso de los
experimentos socialistas en todas partes donde han sido
ensayados, y más específicamente, a pesar de la tragedia
que ha significado el despotismo castrista para el pueblo
cubano, el régimen que hoy gobierna en Venezuela enarbola
el llamado “socialismo del siglo XXI” como su mapa
ideológico y horizonte de expectativas, y el propio
Presidente de la República se refirió en una ocasión al
derrumbe de la URSS como una “desgracia” para la
humanidad. Cabe añadir que Fukuyama, de su lado,
sobrestimó el atractivo que el ideal de la libertad puede
tener para numerosas personas, que prefieren las
seguridades colectivistas, o que en todo caso, como puede
constatarse en diversas zonas del mundo, sienten temor
ante los procesos de modernización que demanda la libertad
del individuo, y desconfían de las responsabilidades que
tal libertad exige. Por ello escogen más bien cobijarse
bajo la estabilidad de estructuras e instituciones
tradicionales que ofrecen seguridad y sosiego.
Como con razón aseveró Max Beloff, en el
marco de un simposio convocado por la revista Encounter
en 1990 sobre la “muerte del comunismo”, existía un
problema con las exageradas esperanzas que no pocos se
hicieron, sobre la verdadera medida en que el mito del
socialismo había sido presuntamente eliminado con la caída
de la URSS, y sostuvo que: “No podemos confiar en que las
cosas se enderecen a menos que el socialismo en sí mismo
sea totalmente repudiado como idea…”
Lejos de haber ocurrido semejante repudio radical del
socialismo, el mito sobrevive en diversas versiones, y
retorna una y otra vez, tropezando con los mismos
obstáculos y generando iguales miserias, a pesar de todo
lo cual continúa latiendo en los corazones, calentando las
mentes y estimulando las esperanzas de millones.
Estas consideraciones me llevan a abordar
con mayor detenimiento el tema de los mitos políticos, en
torno al cual García-Pelayo escribió profusamente con
erudición y originalidad. En sus diversos estudios sobre
la cuestión, García-Pelayo siempre enfatizó que mito y
razón son “dos formas de estar y de orientarse en el
mundo”, que si bien poseen sus propios rasgos y funciones,
deben ser consideradas válidas en cuanto tales.
En ese sentido cabe enfatizar, con respecto a los mitos,
que la pregunta correcta no es: ¿son verdaderos?, sino
¿qué papel cumplen?
El mito “no trata de satisfacer una necesidad de
conocimiento y de conducta racionales, sino una necesidad
existencial de instalación y de orientación ante las
cosas, fundamentada en la emoción y en el sentimiento y,
en algunos casos, en profundas intuiciones…”, todo lo cual
no excluye que un mito político pueda incluir “algunos
componentes racionales”.
Pienso, siguiendo estas ideas, que conceptos políticos que
se expresan en la acción práctica de masas, como el
comunismo y la democracia, por ejemplo, tienen contenidos
míticos y son también cuerpos teóricos de sólida
articulación racional, cumpliendo en diversos ámbitos las
funciones políticas que García-Pelayo atribuye a los
mitos: A) Integradoras. Un mito político como el del
“poder democrático del pueblo” tiene que ser vivido, y
sólo se le vive “cuando se participa en él”. En su papel
integrador los mitos funcionan como refugio, como
protección contra la desesperanza, y en ocasiones como
sustitutos ilusorios de una impotencia real. B)
Movilizadoras: la participación en el mito, como por
ejemplo el del socialismo, moviliza a las personas “para
la acción o para la pasión”, les proporciona “esperanzas y
fe en lo que indudablemente ha de venir, les sostiene en
los desfallecimientos, les hace potenciar su esfuerzo,
promueve el heroísmo o el martirio…” C) Esclarecedoras:
Los mitos políticos, como por ejemplo el de “unidad
nacional”, contribuyen a esclarecer “lo que las gentes
sienten y desean en forma vaga, inconcreta y difusa, así
como proporcionar un esquema interpretativo…y con ello
unas pautas de orientación…”
Las reflexiones de García-Pelayo
contribuyen a aclarar que una de las debilidades del
análisis de Fukuyama, se encuentra precisamente en la
subestimación del papel de los mitos en la realidad
política. Para grandes naciones como Rusia y China, y para
amplios sectores de civilizaciones como la islámica, el
aparente triunfo de la democracia liberal y del
capitalismo, con toda su fuerza modernizadora y
destructora de esquemas y conductas tradicionales,
significaba una situación desafiante, desestabilizadora, y
a fin de cuentas inadmisible, pues la misma implicaba el
desarraigo con respecto a vínculos emocionales esenciales,
cuyas funciones integradoras, movilizadoras y
esclarecedoras no podían ser sustituidas excepto a costa
de grandes sacudidas sociales y sicológicas. De allí que
en la propia década de los años noventa del pasado siglo,
y cuando aún palpitaban las ilusiones que la caída del
muro de Berlín había suscitado, el nacionalismo, las
ideologías, las luchas de intereses geopolíticos, los
mitos y las confrontaciones levantaban de nuevo la cabeza.
Rusia se rehusaba a convertirse en una pieza más del
Occidente capitalista, China tomaba el rumbo de
modernizarse económicamente preservando el modelo
autoritario y remozando esquemas básicos de sus
tradiciones sociales, enfrentando con creciente
asertividad la primacía estadounidense en Asia. De su
lado, las fuerzas fanatizadas del islamismo
fundamentalista, sacudidas por el impacto de la modernidad
sobre sociedades renuentes a aceptarla sin experimentar en
el proceso significativas convulsiones, desataban las
primeras escaramuzas del jihad o “guerra santa”
contra Occidente. Entretanto, la globalización económica y
el proceso de expansión de las prácticas democráticas y de
la libertad individual comenzaban a encontrar mayores
obstáculos y a generar reacciones crecientemente adversas
en diversas regiones del mundo.
En este orden de ideas, cabe precisar que
no todos los estudiosos de la historia y las relaciones
internacionales asumieron con la misma ilusa ingenuidad de
Fukuyama el posible significado del fin de la Guerra Fría
y el comunismo soviético. En otro no menos famoso artículo
de 1993, también ampliado posteriormente en un libro,
Samuel Huntington presentó un paradigma alternativo para
observar y analizar los procesos que comenzaban a madurar
durante esa década. Considero de interés comentar
brevemente los puntos de vista de Huntington, pues los
mismos muestran aciertos y limitaciones que de igual modo
ayudan a esclarecer lo que ocurrió y ocurre.
La hipótesis central de Huntington se
resume así: la principal fuente de conflicto de las
relaciones internacionales después del fin de la Guerra
Fría no será ideológica o económica, sino cultural: “Los
Estados-nación permanecerán como los más importantes
actores en el escenario mundial, pero los conflictos
primordiales de la política global tendrán lugar entre
naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque
de civilizaciones definirá las líneas de batalla del
futuro”.
En su libro, Huntington amplió considerablemente los
argumentos del artículo, explicando con mayor detalle su
concepto de “civilización” y desarrollando exhaustivamente
algunas tesis complementarias, que no resulta necesario
discutir acá. Lo que me importa destacar, para los efectos
de esta charla, son dos puntos. En primer término,
reconocer que Huntington enfocó con lucidez un aspecto
relevante de las relaciones internacionales
contemporáneas. Si bien su tesis central presenta
dificultades, la misma es no obstante útil vista como una
especie de lente, de paradigma general, de perspectiva
desde la cual abordar la realidad actual, especialmente en
lo que se refiere a amplios sectores de la civilización
islámica y su crisis interna, enfrentados a la modernidad
globalizadora. Huntington contribuyó a aclarar que una de
las líneas divisorias entre diversas “civilizaciones”
separa la modernidad de las formas más tradicionales de
organización social. Otra línea divisoria, desde luego, es
la que confronta la democracia de contenido liberal y el
autoritarismo. De cierta manera, los ataques terroristas
en Nueva York y Washington en septiembre de 2001, dieron
relieve a la tesis de Huntington sobre el “choque de
civilizaciones”, en cuanto que tales eventos pusieron de
manifiesto la profunda crisis de amplios sectores del
mundo islámico en el marco de la globalización
modernizadora de nuestros días.
En segundo lugar, sin embargo, el libro que
Huntington publicó en 1996 presenta a mi modo de ver
limitaciones similares a las de Fukuyama, en lo que tiene
que ver con la subestimación de la importancia de los
mitos políticos. En el caso de Huntington tal falla se
expresa en dos planos. Por una parte, Huntington sostuvo
que en el mundo emergente de conflictos étnicos y choques
entre civilizaciones, la creencia occidental en la
universalidad de nuestros valores (la democracia, la
libertad, los derechos humanos, la propiedad privada, el
imperio de la ley, la división y limitación de poderes),
sufre de tres problemas: “es falsa, es inmoral, y es
peligrosa”.
Es falsa, argumenta, porque de hecho el mundo es
multicultural. Es inmoral porque la concreción de
semejante universalismo a escala global exige una política
imperialista. Y es peligrosa porque podría llevar a
grandes conflictos y quizás a la derrota final de
Occidente.
Por otra parte, y en función de lo anterior, Huntington
cuestiona la vertiente intervencionista de la política
exterior de Occidente en general, y de los Estados Unidos
en particular, proponiendo más bien una especie de
división de esferas de influencia entre civilizaciones, a
objeto de resguardarlas en sus propios nichos y evitar los
conflictos. No obstante, y con sorprendente idealismo en
vista de sus opiniones más bien pesimistas o escépticas,
Huntington sugiere que el manejo de las diferencias
internacionales en este escenario de múltiples
civilizaciones, se sustente en “el esfuerzo por parte de
los pueblos de todas las civilizaciones dirigido a
expandir los valores, instituciones y prácticas que tienen
en común con los de otras civilizaciones”, concluyendo
que: “El futuro de la paz y de la Civilización depende del
entendimiento y cooperación entre los líderes políticos,
espirituales e intelectuales de las principales
civilizaciones mundiales”.
Sin ánimo de irrespetar a un autor serio y decente como
Huntington, cuyo reciente fallecimiento ha sido con razón
muy lamentado, cabe decir que estas frases finales de su
libro pecan de ingenuidad.
Ahora bien, lo que deseo cuestionar es la
propuesta aislacionista de Huntington con respecto a la
política exterior de Estados Unidos. Como es sabido, por
muchos años y sobre todo hasta la Primera Guerra Mundial,
el aislacionismo, es decir, el deseo encarnado en una
política de distanciarse del mundo y “dejar hacer, dejar
pasar”, jugó un muy importante papel en las relaciones
exteriores estadounidenses. Sin embargo, las experiencias
del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, los
totalitarismos fascista y nazi, el totalitarismo comunista
y la Guerra Fría, exigieron de Washington una respuesta
activa y un compromiso sistemático y permanente con los
asuntos globales. En términos prácticos el aislacionismo
dejó de ser una opción viable, pero en el plano sicológico
y en las aspiraciones de algunos intelectuales como
Huntington, esa vocación de encerrarse, de evitar
situaciones complicadas y conflictivas, de “cultivar el
jardín propio” y permitir que los otros cultiven el suyo,
es recurrente dentro del panorama político y cultural
estadounidense.
En efecto, la política exterior que
Huntington prescribe para Washington en su libro, ante el
desafío que en su opinión representa el cambio en la
correlación de fuerzas global adverso a Occidente y
Estados Unidos, se sintetiza así: “No intentar detener el
viraje en la balanza de poder, sino aprender a navegar en
aguas pantanosas, soportar las miserias, moderar las
aventuras, y salvaguardar su cultura”.
Semejante fórmula, que a mi manera de ver no es más que
una receta para la pasividad, no solamente pierde de vista
las insalvables e inevitables responsabilidades que su
condición de única superpotencia coloca sobre los hombros
de los Estados Unidos, sino que contribuye a restar
legitimidad al necesario compromiso que la política
internacional de una gran nación democrática debe mantener
con los principios que la conforman y guían.
Hay dos tipos de idealismo: uno que se basa
en la ingenuidad y pretende la utopía, y otro que toma en
cuenta que los seres humanos no solamente vivimos de
estímulos materiales, sino también de valores y principios
que tienen que formar parte de una equilibrada y completa
evaluación de la realidad en su conjunto. Este segundo
tipo de idealismo no debería jamás estar ausente como uno
de los componentes de la política exterior de una
superpotencia liberal-democrática. Y es por todo esto que
sostuve que, a la manera de Fukuyama, también Huntington
subestima la relevancia de los mitos políticos y su papel
de integración, movilización y esclarecimiento. Más
adelante en esta presentación tendré oportunidad de hablar
acerca de la “capitulación preventiva” de Occidente ante
los actuales desafíos. Por los momentos, señalo que la
política que prescribe Huntington, en caso de ser asumida
por Washington y el resto del Occidente
liberal-democrático y capitalista, debilitaría el apego de
nuestras sociedades a sus principios fundamentales así
como su proyección internacional, que debe estar vinculada
y animada por un ideal y una propuesta. Lo contrario sería
comportarse estrictamente según los dictados de una árida
y estrecha realpolitik, que en un mundo como el que
conocemos, en el que las líneas divisorias entre
democracia y autoritarismo y entre modernidad civilizada y
barbarie siguen vigentes, y en torno a las cuales se
juegan la libertad y el destino de millones de
seres humanos, llevaría a una masiva claudicación de
responsabilidades.
La libertad y la democracia son dos
poderosos mitos políticos, en el sentido amplio que hemos
dado aquí al término y siguiendo con ello las ideas de
García-Pelayo. Así como el comunismo constituyó por
décadas un potente mito y una atrayente utopía, por el que
millones se sacrificaron en vano, en nuestros días la
libertad y la democracia siguen siendo un faro que orienta
los esfuerzos y suscita las esperanzas de gran parte de la
humanidad. Una cosa es respetar otras culturas y otra
distinta es establecer una especie de equivalencia moral
de todas las civilizaciones, modos de organización social
y sistemas políticos. Durante la Guerra Fría, la fortaleza
de Occidente estuvo en preservar el apego a sus valores
fundamentales, y en el enfrentamiento entre la libertad y
el comunismo la fuerza del ideal democrático y humanista
tuvo mucho que ver con el eventual deterioro y derrota del
totalitarismo colectivista. En los tiempos que corren
resulta paradójico constatar, dado que Huntington es visto
como un académico “de derecha” y conservador, que la
actual política de Barack Obama, un político que proviene
de los sectores de izquierda del partido Demócrata,
proclama un “realismo” en muchos sentidos semejante al
sugerido por Huntington, hasta tal punto que en un
reciente discurso pronunciado en El Cairo (04 de junio de
2009), Obama expuso una versión de multiculturalismo que
no sólo colocó al Islam, en sus aspectos políticos, en un
plano de equivalencia moral con el Occidente
liberal-democrático, sino que fue más allá en una asertiva
defensa de los valores islámicos y del papel de esa
civilización en la creación del mundo moderno. Este tema
será objeto de una más extensa consideración en otra
sección del texto.
Desafortunadamente, el período que se
extendió entre la caída del Muro de Berlín y los ataques
terroristas del 11 de septiembre de 2001 se caracterizó,
en lo que a Estados Unidos se refiere, por la complacencia
sobre las relaciones internacionales y por su banalización,
así como por el sistemático debilitamiento de las fuerzas
armadas y servicios de inteligencia de la gran potencia.
Ya a esta distancia se ha olvidado que el Presidente
George W. Bush, que asumió el poder al despuntar el nuevo
siglo, basó su campaña en la promesa de una política
exterior cautelosa, de objetivos limitados, prudente y
“realista”, temas que iban acompañados de una consigna que
ofrecía “conservatismo con compasión”. Los ataques de Al
Qaeda en Nueva York y Washington torcieron el rumbo de la
historia, pues Bush y su equipo, empujados por una inmensa
corriente de opinión que exigía respuestas claras y firmes
ante el ultraje terrorista, se vieron forzados a
reconsiderar a fondo su visión de las cosas, y a dar
inicio a una etapa de intenso activismo internacional,
cuyas diversas implicaciones ahora estudiaremos.
El mensaje de las Torres Gemelas.
Todavía es temprano para un juicio
definitivo acerca del impacto histórico de los ataques
terroristas en Nueva York y Washington, el 11 de
septiembre de 2001. ¿Comenzó allí y entonces otra época de
las relaciones internacionales? Según García-Pelayo,
basándose a su vez en las reflexiones de E. Bayer, el
concepto de “época” incluye: a) un punto temporal en el
que aparece un nuevo acontecimiento, que da al curso de
las cosas una nueva dirección, y b) un espacio de tiempo
dominado por los efectos de tal acontecimiento y que puede
ser considerado como una unidad.
Desde esta perspectiva, podemos por ahora afirmar que en
algunos aspectos fundamentales, los eventos mencionados
abrieron las puertas a un nuevo tiempo con peculiaridades
propias, y que en medida importante tales eventos
continúan marcando el rumbo de los sucesos mundiales.
Para empezar, los ataques terroristas de
2001 sacudieron, al menos por unos meses, la complacencia
de lo que Bergson había llamado “la civilización
afrodisíaca”,
es decir, la complacencia de un Occidente que luego del
fin de la Guerra Fría perdió el sentido de lo trágico, y
se ajustó cómodamente a lo que parecía un largo período de
orden y paz a nivel global. Comparto por ello la
observación de Robert Kagan, quien en un ensayo de 2007
señaló que la extendida e inclemente reacción negativa,
prácticamente a escala mundial, contra la guerra de Irak y
en general contra los EEUU en los tiempos de G. W. Bush,
se explica al menos en parte porque las decisiones del
Presidente norteamericano, luego del 11 de septiembre de
2001, significaron el amargo despertar de un sueño
plácido, y no somos propensos a perdonar a quienes nos
aquejan de esa manera. Quizás el paso del tiempo evidencie
que las políticas de Bush no fueron erradas, pero para
mucha gente en todas partes tales políticas, asertivas y
contundentes, parecieron fuera de lugar en un mundo que,
presuntamente, había cambiado.
A mi modo de ver, el mensaje central que
transmitieron los acontecimientos de septiembre de 2001
fue, de un lado, que el mundo no había cambiado tanto como
algunos suponían, y de otro lado que amplios sectores en
el mundo islámico se encuentran sumidos en una crisis
profunda, derivada de sus grandes dificultades para
responder creativamente ante los desafíos de la
globalización modernizadora, proceso que impone unas
demandas crecientemente traumáticas a un conglomerado
social y religioso aún premoderno en ámbitos clave de su
existencia.
Este aspecto crucial del problema fue
agudamente captado por el conocido filósofo alemán Jurgen
Habermas, quien destacó la “reacción de rechazo y temor
que provoca el violento desarraigo de las formas de vida
tradicionales”, así como la contradictoria reacción del
mundo árabe-islámico frente a la poderosa influencia de
los Estados Unidos: “Con su avanzado desarrollo, al que es
imposible dar alcance, y su abrumadora superioridad
tecnológica, económica y político-militar, la
superpotencia es una humillación para la propia autoestima
y al mismo tiempo un modelo secretamente admirado”.
No puedo detenerme acá a comentar las
consideraciones de Habermas, sustentadas en un idealismo
post-kantiano tan sublime como inviable, pero sí importa
discutir dos puntos: Por un lado, Habermas percibió un
aspecto muy relevante de la situación ante la que
Washington se vio forzado a reaccionar esos días de 2001:
“Es cierto, escribe, que la indeterminación del riesgo
pertenece a la esencia del terrorismo. Pero los escenarios
de una guerra biológica o química que han dibujado…los
medios de comunicación…o las especulaciones sobre
terrorismo nuclear, sólo delatan la incapacidad del
gobierno para determinar siquiera la magnitud del riesgo.”
En efecto, esa incertidumbre explica muchas cosas:
tanto el apoyo que el pueblo estadounidense dio
inicialmente a Bush en cuanto a Irak y Afganistán, como
los interrogatorios severos” a que fueron sometidos
algunos de los sospechosos capturados durante las semanas
y meses inmediatamente posteriores a los ataques. Desde
luego, cuando las cosas no marcharon como se esperaba, y
en vista de que los peores escenarios no se concretaron
(quizás porque las políticas de Bush tuvieron éxito), le
gente olvidó, y hoy día el Presidente Obama dice que
cerrará la prisión de Guantánamo, en tanto que algunos
procuran acusar a los miembros de la CIA, que intentaban
obtener alguna información para evitar una pesadilla, de
torturadores. Por otro lado esa incertidumbre,
según Habermas, podía conducir “a una nación amenazada,
que sólo puede reaccionar a esos riesgos indefinidos con
los medios del poder organizado del Estado, a la penosa
situación de incurrir posiblemente en una reacción
excesiva, sin poder saber que la reacción es excesiva,
dada la insuficiencia de las informaciones de que disponen
los servicios secretos”.
Esto último me parece acertado, y cabe preguntarse: ¿Fue
una reacción excesiva invadir Irak y Afganistán, y someter
a una sociedad abierta como EEUU a mayores controles y
vigilancia para impedir nuevos ataques terroristas? Las
respuestas a estas preguntas aguardan el juicio de la
historia.
No obstante, desde un primer momento luego
de los ataques del 11 de septiembre pudo notarse, en
particular en lo que concierne a Europa, la presencia de
un abismo entre la magnitud del ultraje y la
disposición efectiva a actuar, y no sólo
conmoverse ante el mismo. Los europeos, sobre todo los
gobiernos francés y alemán, se refugiaron en el tema de la
legitimidad, inquietos ante la posibilidad de
perder sus jugosos negocios con el Irak de Saddam Hussein,
y a la vez atemorizados ante lo que denominaban
“unilateralismo” por parte de Washington. En realidad,
Estados Unidos no actuó unilateralmente en Irak y
Afganistán, pues contó y sigue contando con el respaldo de
varios aliados, aún más numerosos de los que tuvo el otro
Bush (padre) en su invasión a Panamá o Clinton en la de
Haití. La idea de que la invasión a Irak careció de
legitimidad por no haber contado con la aprobación del
Consejo de Seguridad de la ONU no fue aplicada por los
europeos al caso de Kosovo, cuando intervinieron (con
armas y tropas primordialmente norteamericanas, desde
luego) para impedir que Serbia, que no había agredido a
otro Estado pero se hallaba liquidando a sus habitantes de
origen albanés, ejecutase un genocidio. La definición de
“legitimidad” internacional es complicada y flexible
porque en verdad se trata de un concepto maleable y
equívoco. Cuando Washington invadió a Irak el Canciller
francés aseveró que tal acción sólo podía legitimarse si
se basase en “la unidad de la comunidad internacional”.
Cabe entonces preguntarse: ¿cómo se define tal unidad?, ¿y
cómo lograrla? China, Rusia, y los propios europeos no
estaban dispuestos a hacer nada y preferían dejar en el
poder a Saddam Hussein. ¿Y entonces, qué opción le restaba
a Washington?
La pasividad era impensable, y la mera
venganza habría sido miope y contraproducente. A mi modo
de ver, y a pesar de que la polémica en torno a la guerra
de Irak y la satanización de Bush por parte de buena parte
de los medios de comunicación occidentales, todavía
dificultan una evaluación ponderada de lo ocurrido, la
respuesta de Washington a los ataques de septiembre de
2001 se sustentó en una apreciación atinada de lo que
estaba en juego. Los decisores en Washington entendieron
que la destrucción de las Torres Gemelas y el ataque al
Pentágono no eran meramente la obra de un grupo de
fanáticos sin raíces y aislados, sino la expresión de una
crisis profunda en el mundo árabe-islámico. De allí que la
respuesta fue mucho más allá de una retaliación o una
acción policíaca, e hizo frente, conceptual y
operacionalmente, al reto crucial de
emprender un proceso de cambio para
transformar las condiciones sociopolíticas e ideológicas
que motivaron los ataques.
Dicho en otras palabras, el gobierno de
Bush, impulsado por el impacto de un desafío que no había
previsto, que le tomó por sorpresa y le obligó a
cuestionar todas las premisas con las que había llegado al
poder, optó por llevar a cabo una compleja y exigente
empresa: Nada menos que procurar la transformación de las
condiciones estructurales y culturales de amplios sectores
de un mundo, el árabe-islámico, para abrirle a la
modernización, traducida en democracia, libertad
individual e igualdad de géneros. Sólo si se entiende la
magnitud de lo que Bush y sus asesores procuraron hacer es
posible juzgar con equilibrio el curso posterior del
proceso y sus efectos, que aún están desarrollándose ante
nuestros ojos (por ejemplo, en Irán). Se trató de una
respuesta ambiciosa, pero no inédita. La Segunda Guerra
Mundial cambió a Alemania y Japón, que dejaron de ser
sociedades cerradas, jerarquizadas y militaristas para
convertirse en repúblicas democráticas. Esos ejemplos son
útiles para tener presente que no es cierto que las
sociedades no pueden cambiar por la fuerza, y tal vez los
mismos estaban en las mentes de Bush y sus consejeros
cuando decidieron invadir Irak. Lo cierto es que se trató
de una respuesta mucho más amplia de lo que seguramente el
pueblo norteamericano estaba preparado a respaldar a largo
plazo. Era una respuesta riesgosa, pero como en su momento
apuntó Charles Krauthammer, era la única respuesta
sustentada en una visión coherente y ajustada a la
severidad del desafío.
¿Qué alternativa quedaba? La venganza pura y simple, como
ya indiqué, era miope e inútil, y reducir el reto
planteado por el fundamentalismo islámico a un mero asunto
policial, a ser manejado por el FBI y controlado con
algunas medidas de seguridad en los aeropuertos
internacionales, hubiese puesto de manifiesto una
mediocridad y abdicación de responsabilidades casi
criminal.
Insisto: el mensaje de las Torres Gemelas
no fue que unos pocos fanáticos se habían atrevido a
realizar un ultraje, sino que amplios sectores del mundo
árabe-islámico se habían convertido en el caldo de cultivo
de un enfrentamiento radical e implacable contra Occidente
y sus valores, condenando a millones de personas o bien a
permanecer sumidas en la opresión, o bien a lanzarse a la
aventura de un conflicto con el mundo democrático y
capitalista que podría concluir en enorme devastación para
una civilización entera. En tal sentido, y como no se ha
cansado de repetirlo uno de los más lúcidos intérpretes
del significado del 11 de septiembre y de la crisis
cultural islámica, la continuación de ataques como los de
las Torres Gemelas, u otros de todavía mayor escala y
poder destructivo, ataques que quizás se han evitado pero
que podrían ocurrir, tienen el potencial de generar una
reacción extrema en una sociedad norteamericana que por
primera vez experimentó semejante carnicería en 2001.
Cabe tan sólo imaginar qué respuesta exigiría el
electorado norteamericano a sus líderes si, cosa no
descartable, terroristas islámicos hacen detonar una bomba
atómica en alguna de las grandes ciudades de Estados
Unidos, o desatan masivos ataques químicos o biológicos.
Al Qaeda y otros grupos fundamentalistas han amenazado
sistemáticamente con este tipo de ataques, y la
experiencia sugiere que es necesario tomarles en serio.
Ahora bien, las invasiones a Irak y
Afganistán, y en general todo el proceso conocido en años
recientes como “guerra contra el terror”, debe ser ubicado
para su adecuada comprensión en el marco de las
motivaciones y propósitos antes descritos: No se trató de
una venganza sino de un proyecto extraordinariamente
ambicioso, pero que en modo alguno puede ser descalificado
como carente de sentido. Las dificultades y errores
cometidos en Irak luego del éxito inicial de una brillante
ofensiva militar, que acabó con una de las más férreas y
crueles dictaduras del Medio Oriente, no deben ocultar que
Bush, con encomiable tenacidad, procuró corregir los
errores, y hoy presenciamos poderosos vientos de cambio en
una región que parecía destinada a algún tipo de gran
desastre histórico. De ninguna manera niego que una
tragedia semejante podría lamentablemente tener lugar,
pero a la vez resulta indispensable destacar que en Irak
hay un proceso importante de cambio político en marcha,
así como en Irán y otras partes, lo cual no está
desvinculado de la presencia de un ejército estadounidense
en el propio corazón de la civilización islámica.
Desafortunadamente, el costo material y
humano, y la duración de una empresa de la magnitud que
concibieron Bush y sus asesores entre 2001 y 2002,
requerían de un apoyo interno sólido y perseverante de
parte del electorado estadounidense. Pero estamos hablando
de un electorado acostumbrado a resultados rápidos y
eficaces, y al que no se le explicó con la necesaria
claridad y poder persuasivo el significado de lo que
estaba en juego. El mismo hecho de que no se han repetido
ataques masivos en EEUU, tal vez gracias a la eficacia de
las políticas de Bush, ha debilitado el recuerdo de los
sucesos del 11 de septiembre de 2001, así como la
sensación de amenaza inminente y grave que entonces se
sintió. De paso, hay que admitir que Bush careció de las
dotes retóricas que una empresa como la que concibió
requería, a objeto de explicar convincentemente a su
pueblo la direccionalidad de sus acciones y el sentido de
los sacrificios que tales acciones exigían. Por lo tanto,
la campaña electoral de 2008 sacó a la luz tanto las
divisiones que la “guerra contra el terror” había generado
en EEUU, así como una genérica e inasible, pero no por
ello irreal, aspiración a un “cambio”, que se concretó en
la victoria de Barack Obama. ¿Qué significa Obama para
Estados Unidos y Occidente, y para el panorama estratégico
mundial en su conjunto?
¿Dónde estamos ahora? La retirada
estratégica de Washington y sus implicaciones.
El pasado 12 de febrero de 2009, el recién
designado Director Nacional de Inteligencia de EEUU, Sr.
Dennis Blair, afirmó en una interpelación ante el Congreso
norteamericano que la actual crisis financiera que aflige
al capitalismo constituye una seria amenaza a la seguridad
global, y “la preocupación primordial en el cercano plazo
para Estados Unidos”. Las palabras de Blair, que
reflejaban el impacto de la explosión de la burbuja
inmobiliaria y el retroceso de Wall Street, acentuaron la
generalizada percepción según la cual la superpotencia
norteamericana ha entrado en un ciclo de deterioro, que
erosiona su posición global en el escenario geopolítico, y
que según algunos pronto le conducirá a perder su lugar de
preeminencia.
Cabe en tal sentido señalar que el “declinismo”,
como perspectiva a través de la cual apreciar el papel de
EEUU en el mundo, existe desde hace décadas y se ha
convertido en una especie de industria académica. Luego de
que la URSS lanzó el satélite Sputnik en 1957, la
misma CIA aseguró que la economía soviética triplicaría a
la norteamericana en el año 2000.
Exactamente un año antes de la caída de la URSS y de que
Estados Unidos se anotase su gran victoria en le Guerra
Fría, el historiador Paul Kennedy, de la Universidad de
Yale, aseguraba que EEUU se hallaba en decadencia, y que
en todo caso los soviéticos no permitirían “graciosamente”
el fin de su imperio.
Cabe recordar también los muy exagerados y desatinados
pronósticos que en su momento se hicieron con relación al
presunto “superimperio japonés”, así como al papel de la
denominada “Europa unida” en el mundo. Pronósticos
similares se hacen hoy sobre China y la India. Lo que
éstos y otros ejercicios parecidos enseñan es, de un lado,
que el pronóstico político y estratégico es una labor
llena de dificultades, que debe ser llevada a cabo con
prudencia. Por otro lado, el “declinismo” aplicado a
Estados Unidos ha adolecido de modo específico de un
exceso de concentración en factores materiales, en
detrimento del crucial aspecto espiritual, de la
“cualidad de carácter” o “energía personal” mencionadas
por García-Pelayo, factores que forman parte fundamental
de cualquier ecuación de poder. Hoy sigue cometiéndose
este error, tanto por parte de los que sostienen que, en
efecto, EEUU ha ingresado a una fase de declinación, como
de los que argumentan que tales apreciaciones son
exageradas y equivocadas.
Tales estimaciones se focalizan en los índices económicos,
factores demográficos, y equipos y recursos militares en
general, pero poco toman en cuenta los llamados “factores
intangibles” del poder, en particular la capacidad y
disposición moral, aptitud espiritual, convicción y
firmeza de principios para emplear con asertividad esos
recursos materiales.
Señalo al respecto que en uno de sus trabajos,
García-Pelayo procuró realizar una “estratificación de las
potencias desde el punto de vista tecnológico-militar”,
pero siempre alertando acerca de la relevancia de esos
otros factores intangibles, que no son susceptibles de
reducción a meros índices numéricos y comparaciones
estrictamente materiales.
En nuestros días, a raíz de la guerra de
Irak y la crisis económica, el “declinismo” ha vuelto por
sus fueros y no pareciera que las lecciones del pasado
hayan sido asimiladas. Si bien estaría de acuerdo en que,
en lo que tiene que ver con Estados Unidos, no pocos de
los actuales pronósticos pesimistas pecan de una seria
subestimación de las graves vulnerabilidades que de igual
manera aquejan a sus competidores, como China, Rusia,
Japón y Europa, también es verdad que a buen número de
analistas les pasa casi completamente desapercibido el
factor moral, espiritual, o de “energía personal”, a la
hora de evaluar el panorama estratégico internacional. No
cabe duda que Rusia padece gravísimos problemas
económicos, demográficos, ecológicos y socioculturales en
un sentido amplio,
y que cualquier estimación objetiva de China y Japón
refleja severas fragilidades en planos fundamentales de la
existencia colectiva de esas naciónes.
Lo mismo puede decirse en lo que toca a Europa y sus
crecientes dificultades, que ahora incluyen un perceptible
ascenso de partidos y movimientos de corte e inspiración
fascista.
Dicho todo esto, no obstante, y enfatizando nuevamente que
el tema de la posición de los principales actores en el
panorama estratégico actual es una cuestión relativa y no
absoluta, considero importante señalar que a mi modo de
ver las cosas, Estados Unidos ha ingresado, en efecto, a
una etapa de declinación en su peso y proyección
geopolítica global, declinación que se debe
primordialmente a factores internos, y que se manifiesta
en tres aspectos: A) La renuencia a reconocer que la
guerra de Irak, y más en general la “guerra contra el
terrorismo”, se ha anotado significativos éxitos, que
podrían ser el preludio de importantes y favorables
cambios en el mundo árabe e islámico (incluido en este
ámbito Irán). B) El paulatino abandono de la empresa de
democratización del mundo islámico. C) La pérdida de
autoconfianza en los valores y principios propios, y la
tendencia a proyectar el multiculturalismo y relativismo
domésticos a nivel global, asumiendo que el respeto hacia
otras culturas implica la valoración equivalente de las
mismas.
No deseo repetir los tropiezos de los que
ven a EEUU con el prisma “declinista”, asumiendo tal
perspectiva como una especie de actitud cultural
pesimista.
Por el contrario, así como pienso que Estados Unidos
transita un período de declinación relativa, debido a una
pérdida de autoconfianza inducida por unos medios de
comunicación dominados por el relativismo, la ideología
socialista, la tendencia a la autoflagelación y la
ausencia de perspectiva sobre el papel esencialmente
positivo de EEUU en el mundo (punto que retomaré más
tarde), considero de igual forma que esta etapa será
breve, dura pero breve, y que los retrocesos que se
avecinan para Washington y Occidente producirán severas
lecciones y una honda rectificación. Es más, creo que si
Kissinger tiene razón cuando asevera que la historia
“enseña por analogía, no por identidad”,
entonces la etapa que hoy vivimos es análoga en elementos
básicos a la experimentada por EEUU en tiempos de Carter,
tiempos que luego resultaron en la reacción reaganista.
Insisto: no estoy pronosticando que esto ocurrirá
necesariamente así, y ya hemos visto los peligros que
acarrea este tipo de ejercicio intelectual; sin embargo,
sí me atrevería a sostener que nos hallamos ante
tendencias que permiten especular con sensatez, tanto
sobre lo que percibo como una decadencia moral o
espiritual en las “energías personales” del liderazgo
estadounidense, como con relación a un posible viraje de
tales tendencias, luego de un lapso prudencial.
En siglos anteriores, pensadores de la
talla de Botero captaron que “es raro que fuerzas externas
arruinen a un Estado, que no haya sido en primer lugar
corrompido por factores internos”; y Gibbon, por su parte,
sostuvo que la decadencia romana se debió a un “lento y
secreto veneno…que se introdujo en los órganos vitales”
del Imperio.
Pienso que este énfasis en los factores internos debe
aplicarse igualmente a la situación actual de los Estados
Unidos, con gran incidencia en el panorama estratégico
global. No se trata de que EEUU esté “sobreextendido”,
como algunos han argumentado;
el problema no tiene fundamentalmente que ver con la
economía o el despliegue militar y su costo, sino con
factores espirituales o, si se quiere, “morales”. En mi
opinión, Barack Obama fue electo Presidente como
consecuencia de la decisión, posiblemente temporal, del
pueblo y las élites estadounidenses de abandonar
la etapa de asertividad militar, compromiso político y
ofensiva estratégica contra las amenazas a su seguridad
nacional posterior al 11 de septiembre de 2001, y de
dar inicio a una etapa diferente, de retirada estratégica
y “contención” (en lugar de buscar su derrota) de los
enemigos de EEUU y Occidente. Dicho en otras palabras, la
elección de Barack Obama ha sido expresión de un hecho
clave: las élites y el pueblo norteamericanos han
perdido, quizás temporalmente, la fortaleza espiritual que
les condujo, durante las pasadas seis décadas, a construir
el llamado “imperio americano”, y ahora se aprestan a
ejecutar una amplia retirada estratégica. Esas élites
y ese pueblo han visto disminuir su “cualidad de
carácter”, y si bien es cierto que una serie de
circunstancias objetivas, entre ellas la crisis económica,
les aconsejan prudencia, tales circunstancias sólo se
harán más apremiantes debido al declive de su
autoconfianza y el debilitamiento de su ánimo.
Dentro de este contexto la figura de Obama
juega un muy importante papel. Durante sus primeros meses
en el gobierno, Obama ha puesto en evidencia una marcada
tendencia a criticar el pasado histórico de EEUU en
general, y la política exterior y de seguridad que le ha
precedido en particular. Sería demasiado largo enumerar
acá los focos de cuestionamiento a los que Obama ha hecho
referencia en los constantes discursos que pronuncia, a lo
que se suma su propensión a solicitar disculpas de otros
por las acciones u omisiones de su país. Todo ello pone de
manifiesto, en mi opinión, que Obama realmente asume la
narrativa antiamericana que es común, para citar un caso
ilustrativo, entre la izquierda europea, y que atribuye a
Washington la mayor parte de los males del mundo,
olvidando convenientemente la propia historia moderna de
Europa y el papel crucial de EEUU en la defensa de la
democracia y la libertad del viejo continente y otras
partes. Si EEUU debilitase o abandonase su protección del
Japón, Corea del Sur, Israel y la propia Europa, las
tensiones y conflictos lejos de disminuir se agravarían
exponencialmente, y esos países buscarían rearmarse,
posiblemente con armas nucleares (Japón, Corea del Sur y
Alemania, por ejemplo). Con su crítica sistemática a su
propio país y su historia, su propensión a actuar con
condescendencia frente a los declarados enemigos de EEUU y
con severidad ante sus aliados (como Israel), su aparente
creencia en una especie de poder mágico de las palabras,
su apego al multiculturalismo relativista que pretende
equipararlo todo, y su abandono de la política asertiva de
promoción de la libertad y la democracia, Obama en
ocasiones se presenta como un líder que o bien no cree
firmemente en nada, o bien lo que cree garantiza que EEUU,
en sus manos, experimentará una seria erosión de su
posición estratégica.
En tal sentido Obama es una especie de anti-Reagan.
Este último exaltaba el llamado “excepcionalismo”
norteamericano, defendía a su país y enarbolaba sus
valores de libertad y democracia como un estandarte
universal; Obama, por el contrario, cuestiona con evidente
deleite a su país, ha dicho explícitamente que no cree en
excepcionalismo alguno, y ha llevado las cosas hasta el
punto en que los valores que EEUU ha procurado encarnar
internacionalmente ahora resultan no tanto cuestionables,
sino inocuos o al menos equivalentes a los de, por
ejemplo, los promovidos por el islamismo en su dimensión
política.
En su discurso en El Cairo Obama adoptó,
seguramente sin proponérselo de manera deliberada, la
narrativa de un Osama Bin Laden, un Mahmoud Ahmadinejad y
de Hamas, de acuerdo con la cual el mundo se divide según
creencias religiosas, y dentro de ese marco el Islam
constituye una unidad política, cuando en verdad está
compuesto por diversas naciones con dinámicas cambiantes.
Al asumir esta visión de la civilización islámica y su
expresión política, exaltando sus valores, Obama envió un
mensaje “realista” de acuerdo con el cual la democracia y
la libertad no sólo no son necesariamente “islámicas”,
sino que de paso EEUU no se siente obligado a promoverlas
en ese ámbito político-cultural.
Esta actitud, que deja de lado la política de “secar el
pantano” en el cual crecen la opresión y el atraso de
amplios sectores del mundo árabe-islámico, se sustenta en
la creencia de que los árabes y en general el mundo
islámico son impermeables a la democracia y no valoran
como otros la libertad del ser humano, o que en todo caso
“no están preparados” para vivir libremente. Semejante
postura pierde de vista, de un lado, que la política de
“secar el pantano” fue impuesta sobre EEUU a partir del 11
de septiembre de 2001, y por otra que durante décadas
Washington apoyó a tiranos en esa parte del mundo,
respaldó regímenes oprobiosos, y concedió prioridad casi
absoluta a la estabilidad por encima de la libertad y la
democracia, y lo que logró con todo ello fueron cinco
guerras entre Israel y los árabes, guerras civiles en el
Líbano y Yemen, golpes militares en una decena de países
árabes, la revolución islámica de los Ayatolas en Irán, y
dos guerras entre EEUU y el Irak de Saddam Hussein.
Barack Obama está nuevamente concediendo
prioridad a la estabilidad sobre el cambio democrático; de
allí que los eventos en Irán, que siguen desarrollándose
con celeridad mientras redacto estas líneas, no sólo han
tomado por sorpresa a Washington, sino que Obama ha
llegado a afirmar que tanto Ahmadinejad como Mousavi, su
contrincante y líder de la corriente que hoy está
conmoviendo los cimientos de la teocracia Jomeinista, “son
lo mismo”. Con base en semejante actitud Obama ha
pretendido distanciarse de los rebeldes que ocupan las
calles de Teherán y otras ciudades iraníes, y al menos
hasta el momento en que escribo, cuando ya han pasado diez
días desde las elecciones fraudulentas del 12 de junio de
2009, Washington ha sido incapaz de pronunciarse con
claridad y contundencia a favor de los ímpetus
democráticos que se extienden en Irán. Ese presunto
“realismo”, que en el fondo disfraza una cada día más
obvia y peligrosa retirada estratégica, y el gradual
abandono de principios y políticas comprometidas con la
libertad, busca en el caso particular de Irán una
negociación con el régimen imperante, que permita a Obama
admitir la conversión de ese país en un poder nuclear,
minimizando los costos domésticos (en EEUU) e
internacionales de este hecho. En tal sentido, y si bien
es muy difícil siquiera medianamente vislumbrar ahora
hacia dónde pueden dirigirse los acontecimientos en Irán,
me parece que, pase lo que pase y sean quienes sean los
que obtengan la victoria y se queden con el poder, el
programa nuclear iraní proseguirá su rumbo hasta la opción
militar, a menos que se produzcan cambios internos que
lleven al gobierno a un régimen dispuesto a abandonar ese
último paso de la cadena atómica, a cambio de mejores
relaciones con Washington y Occidente. De allí que resulte
un serio error de Washington no respaldar de modo claro y
asertivo los vientos de cambio en Irán, y el argumento
según el cual semejante línea podría ser utilizada por la
teocracia Jomeinista para reprimir al sector reformista es
absurdo, pues ya lo está reprimiendo a pesar del silencio
de Obama.
Los eventos en Irán tienen lugar de modo
especialmente oportuno para enriquecer la argumentación
desarrollada en esta charla, que ahora debo concluir.
En resumen, considero que el actual
panorama estratégico mundial presenta como rasgo
fundamental de las principales tendencias que definirán el
escenario global, el viraje de Washington desde una
estrategia ofensiva a un proceso de retirada estratégica.
Si tomamos en cuenta el crucial papel de Estados Unidos en
la conformación del orden global, la contracción del
esfuerzo de seguridad norteamericano y el debilitamiento
de la política de promoción de la democracia tendrán
importantes efectos en Asia, el Medio Oriente y Europa.
Para Japón y Corea del Sur, para Israel, y para países
como Polonia, Ucrania y la República Checa, el repliegue
de Washington implica enfrentar las renovadas ambiciones
de China, Corea del Norte, el radicalismo árabe y Rusia,
respectivamente, sin la protección que un Bush, por
ejemplo, les ofrecía. De la “guerra preventiva” de Bush
estamos pasando a una especie de “capitulación preventiva”
de Washington y Occidente con relación a asuntos clave de
la seguridad global, como entre otros los programas
nucleares coreano e iraní, el despliegue de sistemas anti-misilísticos
en Europa del Este, y la creación de un Estado palestino,
posiblemente dominado por Hamas, a las puertas de Israel.
La retirada estratégica de Washington es producto de un
debilitamiento espiritual, y si bien EEUU sigue poseyendo
un inmenso stock de lo que García-Pelayo denominó
“energía objetivada”, de lo que ahora carece es de la
voluntad para emplear asertivamente ese hipotético poder.
Las marchas y contramarchas que esa voluntad política
experimente en adelante, serán determinantes para
encaminar la historia de nuestros días.