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¿Europa fascista?
por Aníbal Romero  
jueves, 25 junio 2009


El resultado de las recientes elecciones al Parlamento Europeo sorprendió a unos cuantos. A pesar de la crisis capitalista, que afecta con severidad a Europa, los partidos de izquierda fueron en general vapuleados y se produjo un significativo avance de organizaciones políticas de ultra-derecha, entre ellas algunas que cabe calificar de fascistas, xenófobas y de un nacionalismo extremo. Paradójicamente, en estos tiempos tan confusos, cuando el partido Demócrata empieza a coquetear con la idea de reproducir en Estados Unidos la futilidad del asfixiante Estado de Bienestar de Europa, los europeos rechazan a los partidos socialdemócratas, principales responsables de la indolente insolvencia del viejo continente.

La culpa por lo ocurrido recae plenamente sobre los hombros de la vanidosa clase política europea, que por años se ha distanciado de las más apremiantes inquietudes y aspiraciones de la gente, encerrándose en una torre de marfil. La llamada “corrección política”, promovida con afán por la izquierda europea y los euro-burócratas en Bruselas, ha cercenado los canales de comunicación entre el pueblo y las élites y convertido a los partidos por años dominantes en Alemania, Francia, Italia, España, Holanda y otros países, en policías del pensamiento y celosos guardianes de un catecismo ideológico, repleto de banalidades.

Con su ceguera, estos partidos del consenso predominante de centro-izquierda han pretendido imponer un multiculturalismo sin límites, han concentrado el poder en instituciones burocráticas y alejadas de la realidad, han perseguido con saña a los que se atrevían a nadar contra la corriente y alertaban sobre la angustia del electorado, acosado por las penurias económicas y atemorizado por la inmigración masiva e incontrolada desde Asia, África y el Medio Oriente. El engreimiento de su “corrección política” ha impedido a las élites europeas entender la legítima preocupación de amplios grupos, ante la presencia de inmensas comunidades musulmanas en Holanda, Francia y Gran Bretaña, entre otros lugares, comunidades que rehúsan asimilarse al nuevo contexto que les acoge y procuran imponer sus propias leyes religiosas en los países que les reciben.

Sería un error minimizar lo que ha ocurrido. El avance de la ultra-derecha xenófoba y de movimientos de corte fascista en Europa constituye una poderosa clarinada de alarma, que anuncia lo que vendrá a menos que las opulentas y mentalmente perezosas élites políticas de centro-izquierda en Europa entiendan la lección, y actúen en consecuencia. Los que se extrañan de que personajes que rayan en lo deleznable, como Sarkozy y Berlusconi, obtengan el apoyo mayoritario de los electores a pesar de sus payasadas y escándalos, pierden de vista que estos políticos al menos mencionan los problemas que en verdad interesan a la gente, en lugar de refugiarse en las ilusorias trivialidades del consenso socialdemócrata, que parece condenado a experimentar un implacable deterioro.

El deber de los políticos democráticos es dar respuesta a los problemas reales de la gente, en lugar de esconderse tras los pretenciosos dogmas de la “corrección política”. La izquierda europea, tan condescendiente como miope, se cree moralmente superior, pero en el fondo evade con cobardía los retos. Su línea cosiste en dar sermones y evitar la acción. Pero en Europa empieza a asomarse la posibilidad de un viraje, no hacia una derecha moderna, liberal y moderada, sino hacia novedosas versiones del fascismo. La soberbia y torpeza de las élites izquierdistas son responsables de ello.

 
 

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