El resultado de las recientes
elecciones al Parlamento Europeo sorprendió a unos
cuantos. A pesar de la crisis capitalista, que afecta con
severidad a Europa, los partidos de izquierda fueron en
general vapuleados y se produjo un significativo avance de
organizaciones políticas de ultra-derecha, entre ellas
algunas que cabe calificar de fascistas, xenófobas y de un
nacionalismo extremo. Paradójicamente, en estos tiempos
tan confusos, cuando el partido Demócrata empieza a
coquetear con la idea de reproducir en Estados Unidos la
futilidad del asfixiante Estado de Bienestar de Europa,
los europeos rechazan a los partidos socialdemócratas,
principales responsables de la indolente insolvencia del
viejo continente.
La culpa por lo ocurrido recae plenamente sobre los
hombros de la vanidosa clase política europea, que por
años se ha distanciado de las más apremiantes inquietudes
y aspiraciones de la gente, encerrándose en una torre de
marfil. La llamada “corrección política”, promovida con
afán por la izquierda europea y los euro-burócratas en
Bruselas, ha cercenado los canales de comunicación entre
el pueblo y las élites y convertido a los partidos por
años dominantes en Alemania, Francia, Italia, España,
Holanda y otros países, en policías del pensamiento y
celosos guardianes de un catecismo ideológico, repleto de
banalidades.
Con su ceguera, estos partidos del consenso predominante
de centro-izquierda han pretendido imponer un
multiculturalismo sin límites, han concentrado el poder en
instituciones burocráticas y alejadas de la realidad, han
perseguido con saña a los que se atrevían a nadar contra
la corriente y alertaban sobre la angustia del electorado,
acosado por las penurias económicas y atemorizado por la
inmigración masiva e incontrolada desde Asia, África y el
Medio Oriente. El engreimiento de su “corrección política”
ha impedido a las élites europeas entender la legítima
preocupación de amplios grupos, ante la presencia de
inmensas comunidades musulmanas en Holanda, Francia y Gran
Bretaña, entre otros lugares, comunidades que rehúsan
asimilarse al nuevo contexto que les acoge y procuran
imponer sus propias leyes religiosas en los países que les
reciben.
Sería un error minimizar lo que ha ocurrido. El avance de
la ultra-derecha xenófoba y de movimientos de corte
fascista en Europa constituye una poderosa clarinada de
alarma, que anuncia lo que vendrá a menos que las
opulentas y mentalmente perezosas élites políticas de
centro-izquierda en Europa entiendan la lección, y actúen
en consecuencia. Los que se extrañan de que personajes que
rayan en lo deleznable, como Sarkozy y Berlusconi,
obtengan el apoyo mayoritario de los electores a pesar de
sus payasadas y escándalos, pierden de vista que estos
políticos al menos mencionan los problemas que en verdad
interesan a la gente, en lugar de refugiarse en las
ilusorias trivialidades del consenso socialdemócrata, que
parece condenado a experimentar un implacable deterioro.
El deber de los políticos democráticos es dar respuesta a
los problemas reales de la gente, en lugar de esconderse
tras los pretenciosos dogmas de la “corrección política”.
La izquierda europea, tan condescendiente como miope, se
cree moralmente superior, pero en el fondo evade con
cobardía los retos. Su línea cosiste en dar sermones y
evitar la acción. Pero en Europa empieza a asomarse la
posibilidad de un viraje, no hacia una derecha moderna,
liberal y moderada, sino hacia novedosas versiones del
fascismo. La soberbia y torpeza de las élites
izquierdistas son responsables de ello.