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Las memorias de Sándor Márai
por Aníbal Romero  
jueves. 16 julio 2009


He tenido la inmensa fortuna de leer en semanas recientes un par de estupendos libros, que deseo comentar en esta nota. Me refiero a los dos tomos de memorias del gran escritor húngaro Sándor Márai, quien se quitó la vida en 1989. Se trata de obras extraordinariamente bien escritas, con honda pasión y suprema lucidez. Las traducciones al castellano parecen bastante adecuadas, y en realidad ambos volúmenes, Confesiones de un burgués (CB) de 1923, y ¡Tierra, tierra! (TT), escrita luego de que Márai dejase definitivamente su país en 1948, despiertan inmediato y sostenido interés.

El primer volumen hilvana varios temas, que son desplegados armoniosamente y se entremezclan una y otra vez. El primero es la descripción de la última fase del “período burgués” de la historia europea, período que se extiende, en términos generales, desde el siglo XVII y hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Márai  nos proporciona una pintura llena de nostalgia de una etapa histórica creativa, que alcanzó grandes hazañas del espíritu con base en una vocación humanista de sólidos valores, centrados en la dignidad y libertad del individuo. La burguesía europea, principal responsable de las grandezas y miserias de ese tiempo, fue el ámbito humano donde creció y se formó Márai, en el seno de una familia católica de la Europa central. Esa burguesía era conservadora y romántica, segura de sí misma, acostumbrada a una abundancia manejada con hábitos de moderación, y capaz de equilibrar los negocios con la alta cultura. Señala Márai que en Kassa, la pequeña ciudad húngara de su infancia, con sólo cuarenta mil habitantes, “vivían y se enriquecían cuatro libreros”. (CB, p. 49). El autor se define con orgullo como “burgués”, y explica el significado que el término tuvo para él: “Ser burgués nunca ha sido para mí una categoría social; siempre he considerado que se trata de una vocación. La figura del burgués representa para mí el mejor fenómeno humano creado por la cultura occidental moderna, justamente porque el burgués es quien ha creado la cultura occidental moderna…” (TT, p. 136). Esta reivindicación del papel creador de la burguesía europea vincula de manera estrecha los libros de Márai con las también sobresalientes memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer, así como  con la novela de Thomas Mann, La montaña mágica. En todas ellas se percibe la misma añoranza, llena sin embargo de espíritu crítico, por un mundo que sus autores conocieron y amaron, un mundo que escondía profundas grietas detrás de su aparente estabilidad y esplendor, y que experimentó una irreparable catástrofe entre 1914 y 1918.

Otro tema relevante del primer volumen es el estudio de una personalidad en evolución, de su infancia, adolescencia y juventud hasta 1934, del despertar de una vocación de escritor, del amor, las alegrías, desazones y conflictos que de un modo u otro a todos nos afectan, y ante los que respondemos de diversas maneras. Se trata de un ejercicio intelectual sobre el que Goethe formuló un modelo en su Wilhelm Meister, y al que Márai aporta una descarnada sinceridad y penetrante mirada analítica. El primer tomo cubre el período de postguerra hasta el ascenso de Hitler al poder, y Márai realiza interesantes, divertidos y amargos apuntes sobre Alemania, Francia, Italia e Inglaterra, países en los que pasó temporadas durante esos años. Sus observaciones sobre el carácter, peculiaridades, virtudes y pequeñeces de  alemanes, franceses, italianos e ingleses son en ocasiones hilarantes, otras veces lastimosas y tragicómicas.

El segundo volumen, ¡Tierra, tierra!, es algo distinto en cuanto al tono, menos íntimo, más volcado hacia el contexto histórico, pues en sus páginas Márai narra el fin de la Segunda Guerra Mundial y la llegada del Ejército Rojo a Budapest, la conquista gradual del poder absoluto y el establecimiento del totalitarismo por parte de los comunistas, y por último la decisión de abandonar su Patria y asumir las consecuencias del exilio. ¡Tierra, tierra! es un libro desgarrador, que como el anterior pone de manifiesto lucidez y honestidad a toda prueba. Me impresionaron en especial las observaciones de Márai sobre los soldados rusos, que “se mostraban infantiles, a veces salvajes, otras nerviosos y tristes, siempre chocantes e imprevisibles”; y afirma lo siguiente: “hay en los rusos algo diferente, algo que una persona de educación occidental no es capaz de comprender. No pretendo calificar, juzgar o criticar este aspecto diferente, simplemente lo constato” (TT, p. 41). Su análisis acerca de la naturaleza del comunismo, la fuerza implacable del proyecto de dominación soviético sobre la Europa oriental, la doblez y maldad de los comunistas húngaros, todavía resultan inquietantes, a pesar de que ya ese sistema opresivo no exista. Con singular perspicacia, Márai indica que lo primero que el comunismo mata es la verdad: “El comunismo no puede existir sin el terror, porque un sistema cuyas dimensiones no son humanas sólo puede ser aceptado por la fuerza, con métodos inhumanos…Quien no la ha conocido no puede imaginar cómo es la técnica de la telaraña. La Araña, mientras teje hilos que acabarán asfixiándolo todo, acaparándolo todo, trabaja en perfecto silencio. Lo que era natural ayer, la existencia de distintos partidos políticos, la libertad de prensa, la vida sin temor, la libertad de expresión individual, seguía existiendo al día siguiente, pero había perdido sangre y vigor” (TT, pp. 232, 337).

¡Tierra, tierra! Finaliza con el relato de la decisión de Márai de dejar Hungría, y es posiblemente la más melancólica sección de la obra. Creo de interés citar el extenso párrafo donde el autor explica lo que a fin de cuentas le llevó a dejar atrás tanto de su mundo: “…comprendí que tenía que irme del país, no sólo porque no me dejaban escribir libremente, sino…porque no me dejaban callar libremente. Si un escritor, en un régimen parecido, no reniega de todo lo que ha heredado por nacimiento, educación y convicciones, de su clase, su cultura, su espíritu burgués y humanista, de la versión democrática del desarrollo social, si no reniega de todo ello, lo convierten en un muerto viviente, o bien…en un muerto de verdad” (TT, p. 395.). Y culmina con esta frase conmovedora: “si no puedes impedir convertirte en culpable, debes irte de tu país” (TT, p. 396).

Una breve reseña como ésta no es capaz de hacer justicia a dos tan excelentes obras literarias como las comentadas. Su lectura me estimuló a conocer más del autor, y puedo asegurar al lector de estas líneas que novelas como El último encuentro y La herencia de Eszter son pequeñas obras maestras. Márai es un escritor notable, y sus memorias son un magnífico logro intelectual.

 
 

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