Las cinco décadas de
despotismo castrista en Cuba arrojan un saldo desolador,
que se manifiesta en cuatro ámbitos. En primer término
hallamos la inocultable realidad del poder dictatorial de
Fidel Castro, y ahora el de su hermano, ejercido con mano
de hierro y absoluta arbitrariedad en nombre de una utopía
que se tradujo en miseria y opresión. Cuba está en ruinas
y su pueblo ha sido transformado en un rebaño de esclavos,
a quienes se pretende consolar con los presuntos ideales
de una revolución en la que nadie cree. Los tan
publicitados logros sociales de ese proceso son una
quimera sangrienta que oculta una verdad sombría y cruel.
En segundo lugar se encuentra el patente fracaso del
modelo castrista en el resto de América Latina. Ningún
otro país siguió el camino que Cuba pretendió exportar a
partir de los años sesenta, y los que hoy intentan
emularlo, como Hugo Chávez en Venezuela, no son sino
patéticos imitadores de una retórica vacía, que carece por
completo de auténtico fervor e impacto. La llamada
revolución bolivariana ha devenido en un festín de
demagogia, corrupción e incompetencia al que resulta
difícil parangonar aún con las peores experiencias
latinoamericanas de todos los tiempos.
En tercer lugar cabe señalar el fracaso paralelo de
numerosos políticos e intelectuales de la región, que con
escasas excepciones jamás se plantaron ante Castro, y que
han hecho del coqueteo y la condescendencia hacia la
tragedia cubana otra excusa para expresar los complejos de
inferioridad antiyanquis que les aquejan, complejos que
Castro ha sabido manipular con gran eficacia. Así como
Fidel ha usado la coartada antinorteamericana para
justificar su tiranía, de modo semejante un nutrido grupo
de políticos e intelectuales latinoamericanos se ha
servido de ello para apartar la mirada del drama cubano,
tolerando y no pocas veces respaldando abiertamente la
humillación de todo un pueblo.
Por último, el fracaso castrista se pone de manifiesto en
la escogencia y promoción de la figura de Ernesto Ché
Guevara como supuesto símbolo heroico, digno de ser
imitado por la juventud del continente. La inversión de
los valores y su empleo distorsionado con fines
propagandísticos no podrían haberse juntado a un personaje
más lleno de manchas morales, derivadas de su empeño por
justificar cualquier crimen en nombre de la revolución y
el “hombre nuevo”. Una evaluación objetiva y ponderada de
la trayectoria de Guevara indica que la misma está muy
lejos de parecerse al retrato romántico que intentan
difundir el régimen castrista y sus idiotizados seguidores
en Europa y América Latina. A la vez, el mito guevarista
revela la bancarrota de un experimento político que no ha
sido otra cosa que el ejercicio descarnado, a lo largo de
cincuenta años, de una tiranía personal.
El peor error que ha cometido Hugo Chávez, y seguramente
la razón más poderosa que conducirá eventualmente al fin
de su proyecto de dominación despótica, ha sido su alianza
política, económica y militar con el régimen castrista.
Esta alianza, que ha llevado a Chávez a inusitados
extremos de claudicación personal y traición a las
tradiciones y valores de su propia Patria, es el producto
de una identificación ideológica con el comunismo
castrista, y en particular con el propósito de duplicar en
Venezuela el sistema de poder a perpetuidad de Castro. No
otra cosa busca Chávez, con la diferencia que en Venezuela
el legado de libertad y democracia afianzado en la
sociedad civil le ha impedido y le impedirá lograr su
objetivo. Chávez no podido ni podrá convertirse en el
Fidel Castro venezolano.