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Del desastre de Carazúa al PC de Raúl Reyes
por Angel Rivero
martes, 27 mayo 2008


Desde que Guzmán Blanco estaba en el poder a nuestros días, no ha existido un dictador venezolano -conste que todos han sido militares- que no se crea la reencarnación del Libertador y heredero de su gloria. Apenas la historia registra dos excepciones que no fueron tan ridículas usurpaciones, que merecen separarlas a pesar que no fueron menos dañinas para el país:

En primer lugar vale la pena mencionar el delirio quizás inocuo del vanidoso Guzmán Blanco, quien pavoneaba su ego de guerrero invencible, en los salones aristocráticos de París como un pájaro extraño, cargado su pecho de medallas tan inservibles, como el lustre de sus escaramuzas bélicas contra los famélicos ejércitos godos, de la Guerra Federal del siglo XIX. No porque despreciara la gloria de las guerras expansionistas porque él exageraba las suyas, comparándolas con las de Alejandro Magno, sino porque vivía ocupado en saquear las arcas nacionales y en el ir y venir de Francia, el verdadero regusto que se daba porque se sentía el amo de Venezuela.

 

En segundo lugar, destacamos la simpleza rural de la perturbación mental de Juan Vicente Gómez, que no le llevaba más allá de imaginar que Bolívar no servía para ser Libertador porque se trataba de un señorito caraqueño que pasó mucho trabajo en el monte y nunca se acostumbró a la vida del campo. “Por eso se enfermó, y sufrió mucho”, argumentaba, el tirano de La Mulera. “Además, No hacía falta saber leer y escribir para ser el jefe. Yo sí estaba preparado para eso porque conozco el monte y se peliá. Yo derroté a Luciano Mendoza, el vencedor de Páez y eso que Páez era más arrecho que Bolívar. ¡Qué Libertador del carajo! -gritaba en voz alta mientras dormitaba en una hamaca, bajo la sombra del Samán de Güere cuando ya llevaba años en el poder.

 

No obstante, si hay otros dos locos de amarrar, que han saqueado al país- sin contar a Pérez Jiménez, quien no llegó a imaginarse nunca como Bolívar porque era muy gordo-. Me refiero a El Cabito y el bolivita de relumbrón de nuestro tiempo. Esos si son más peligrosos que una hallaca piche, por la similitud de sus delirios y sus terribles ataques -cada uno en su época- que los inducían e inducen a creerse en continuadores de la Gran Colombia. Toque de luna llena, que le tumbaba la mandíbula a Don Cipriano y lo transformaba en la reencarnación de Bolívar porque él era de su mismo tamaño y pensaba que el gobierno de Colombia era una papita frita, a la que había que cobrarle el rechazo al proyecto del Libertador.

 

Mientras que el toque del bolívar de relumbrón contemporáneo es de otro tinte y hace que se le salga la baba y cree con más derecho para optar a la usurpación de la personalidad de Bolívar, porque tiene los dólares para calzar sus botas a pesar de ser tan patón y de tenerle el culillo que jode al plomo.

 

En 1901 -el general Rafael Uribe Uribe -caudillo de los liberales en la Guerra de los mil días, contra los conservadores de Colombia- conocía de la chifladura bolivariana del Cabito y se propuso alimentar el ego del pequeño dictador andino, quien se jactaba de su enorme parecido con el Libertador, para sacarle el financiamiento de su ejército (Tal como Chávez hoy). Las promesas y zalamerías de Uribe Uribe en buen lenguaje antioqueño, hicieron creer que una invasión por La Guajira hasta Río Hacha, y otra por los llanos hacia Arauca, decidirían a favor de los liberarles la revolución colombiana; y permitiría que Castro fuese el sucesor de Bolívar.

 

Con la intromisión venezolana en los asuntos colombianos la chispa liberal se encendería y acortaría los días del gobierno, porque la expulsión de los godos del poder era indispensable para conseguir la paz en Venezuela, Colombia y Ecuador. El general Leonidas Plaza (tal como Correa hoy) invadiría por el Ecuador y los días del presidente Marroquín estarían contados.

 

En unos de sus rasgos de audacia, Castro decide mantener la dos invasiones y hasta el también delirante anciano general, Eduardo Blanco, imaginó nuevos Boyacá, nuevos Pichinchas, nuevos Bomboná y nuevos temas para su poesía épica que alimenta la locura de todos los militares aspirantes a dictadores, que se creen los nuevos libertadores.

 

Castro fue más lejos porque además de Bolivar, se creyó Napoleón y en una proclama incendiaria llamó ¡A las armas! “Somos oradores, poetas y guerreros; descendientes del tribuno Guzmán y del guerrero Zamora”, escribió un plumario, conminando a los patriotas y en especial a la juventud restauradora a incorporarse a la guerra para responder a los colombianos con “la indignación del sable y la metralla”. En prosa de parecido aliento épico otro grupo de intelectuales y funcionarios públicos –entre ellos- Pedro Emilio Coll se dirigen al general Castro “como venezolanos de honor y en simple calidad de soldados del ejército que comandáis”.

 

Quizás asqueado por tanto jalabolismo, El Cabito expresó a su edecán su indignación cuando le entregó la carta: “¡Pues ya que se ofrecen para pelear, que lo hagan”. Por culpa de la incontinencia retórica de aquel documento, escritores y periodistas –entre ellos- Eloy González reciben la orden de engancharse en las tropas que partirán a las fronteras a conquistar la gloria.

 

Fue así como el 13 de septiembre de 1901, un desarrapado ejército venezolano blanqueó sus huesos en el desierto de La Guajira, después de dos meses de errancia por culpa de un irresponsable y de una caterva de plumarios abyectos que -por lo menos- pagó con su pellejo su vocación  jalaboleril, entre los seiscientos muertos y trescientos prisioneros que les hicieron los godos colombianos en el desastre de Carazúa.

 

Un espejo en el que debería mirarse el bolivita de relumbrón del socialismo del siglo XXI, cuando escucha la misma zalamería del general Uribe en boca del narco guerrillero de la FARC, Iván Márquez, quien le llena de cucarachas la cabeza con el viejo cuento del nuevo Libertador y le ofrece el rango de comandante supremo de un Ejército Bolivariano Continental, para sacarle el resto de los  250 millones de dólares, de  los 300 millones que le ofreció a Marulanda, el Tartarín barinés. Locura tan dañina que puede culminar en un desastre peor que el de Carazúa, porque Colombia no es la papita frita que se tragó El Cabito y el delirante lo sabe. Verdad que lo dejó desnudo, después que Uribe lo ridiculizó con las revelaciones del PC, de Raúl Reyes.

 

Si por desgracia ese conflicto no se pudiera evitar, bolivita debería tener un gesto de grandeza y hacer lo mismo que hizo el Cabito con sus escritores, periodistas, poetas, cantores y difusores de sus glorías, llamándolos a las armas. Porque qué bonito sería ver a  un Isaías Rodríguez, un Tarek William, un Farruco Sesto, un Earle Herrera, un Ernestico Villegas, una Desíree Santos, un Luis Alberto Crespo, una Cilia Flores y una Lina Ron, con unos kilos menos, marchando a Paso de vencedores hacia la frontera, para contestarle a los colombianos con la indignación del sable y la metralla, ¡Venezuela se respeta!

 

Fuente:

Picón Salas, Mariano: “Los Días de Cipriano Castro, Caracas, Editorial Garrido, 1953.


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