Desde
que Guzmán Blanco estaba en el poder a nuestros días, no ha
existido un dictador venezolano -conste que todos han sido
militares- que no se crea la reencarnación del Libertador y
heredero de su gloria. Apenas la historia registra dos
excepciones que no fueron tan ridículas usurpaciones, que
merecen separarlas a pesar que no fueron menos dañinas para
el país:
En primer lugar
vale la pena mencionar el delirio quizás inocuo del vanidoso
Guzmán Blanco, quien pavoneaba su ego de guerrero
invencible, en los salones aristocráticos de París como un
pájaro extraño, cargado su pecho de medallas tan
inservibles, como el lustre de sus escaramuzas bélicas
contra los famélicos ejércitos godos, de la Guerra Federal
del siglo XIX. No porque despreciara la gloria de las
guerras expansionistas porque él exageraba las suyas,
comparándolas con las de Alejandro Magno, sino porque vivía
ocupado en saquear las arcas nacionales y en el ir y venir
de Francia, el verdadero regusto que se daba porque se
sentía el amo de Venezuela.
En segundo lugar,
destacamos la simpleza rural de la perturbación mental de
Juan Vicente Gómez, que no le llevaba más allá de imaginar
que Bolívar no servía para ser Libertador porque se trataba
de un señorito caraqueño que pasó mucho trabajo en el monte
y nunca se acostumbró a la vida del campo. “Por eso se
enfermó, y sufrió mucho”, argumentaba, el tirano de La
Mulera. “Además, No hacía falta saber leer y escribir para
ser el jefe. Yo sí estaba preparado para eso porque conozco
el monte y se peliá. Yo derroté a Luciano Mendoza, el
vencedor de Páez y eso que Páez era más arrecho que Bolívar.
¡Qué Libertador del carajo! -gritaba en voz alta mientras
dormitaba en una hamaca, bajo la sombra del Samán de Güere
cuando ya llevaba años en el poder.
No
obstante, si hay otros dos locos de amarrar, que han
saqueado al país- sin contar a Pérez Jiménez, quien no llegó
a imaginarse nunca como Bolívar porque era muy gordo-. Me
refiero a El Cabito y el bolivita de relumbrón de nuestro
tiempo. Esos si son más peligrosos que una hallaca piche,
por la similitud de sus delirios y sus terribles ataques
-cada uno en su época- que los inducían e inducen a creerse
en continuadores de la Gran Colombia. Toque de luna llena,
que le tumbaba la mandíbula a Don Cipriano y lo transformaba
en la reencarnación de Bolívar porque él era de su mismo
tamaño y pensaba que el gobierno de Colombia era una papita
frita, a la que había que cobrarle el rechazo al proyecto
del Libertador.
Mientras que el
toque del bolívar de relumbrón contemporáneo es de otro
tinte y hace que se le salga la baba y cree con más derecho
para optar a la usurpación de la personalidad de Bolívar,
porque tiene los dólares para calzar sus botas a pesar de
ser tan patón y de tenerle el culillo que jode al plomo.
En
1901 -el general Rafael Uribe Uribe -caudillo de los
liberales en la Guerra de los mil días, contra los
conservadores de Colombia- conocía de la chifladura
bolivariana del Cabito y se propuso alimentar el ego del
pequeño dictador andino, quien se jactaba de su enorme
parecido con el Libertador, para sacarle el financiamiento
de su ejército (Tal como Chávez hoy). Las promesas y
zalamerías de Uribe Uribe en buen lenguaje antioqueño,
hicieron creer que una invasión por La Guajira hasta Río
Hacha, y otra por los llanos hacia Arauca, decidirían a
favor de los liberarles la revolución colombiana; y
permitiría que Castro fuese el sucesor de Bolívar.
Con la intromisión
venezolana en los asuntos colombianos la chispa liberal se
encendería y acortaría los días del gobierno, porque la
expulsión de los godos del poder era indispensable para
conseguir la paz en Venezuela, Colombia y Ecuador. El
general Leonidas Plaza (tal como Correa hoy) invadiría por
el Ecuador y los días del presidente Marroquín estarían
contados.
En unos de sus
rasgos de audacia, Castro decide mantener la dos invasiones
y hasta el también delirante anciano general, Eduardo
Blanco, imaginó nuevos Boyacá, nuevos Pichinchas, nuevos
Bomboná y nuevos temas para su poesía épica que alimenta la
locura de todos los militares aspirantes a dictadores, que
se creen los nuevos libertadores.
Castro fue más
lejos porque además de Bolivar, se creyó Napoleón y en una
proclama incendiaria llamó ¡A las armas! “Somos oradores,
poetas y guerreros; descendientes del tribuno Guzmán y del
guerrero Zamora”, escribió un plumario, conminando a los
patriotas y en especial a la juventud restauradora a
incorporarse a la guerra para responder a los colombianos
con “la indignación del sable y la metralla”. En prosa de
parecido aliento épico otro grupo de intelectuales y
funcionarios públicos –entre ellos- Pedro Emilio Coll se
dirigen al general Castro “como venezolanos de honor y en
simple calidad de soldados del ejército que comandáis”.
Quizás asqueado
por tanto jalabolismo, El Cabito expresó a su edecán su
indignación cuando le entregó la carta: “¡Pues ya que se
ofrecen para pelear, que lo hagan”. Por culpa de la
incontinencia retórica de aquel documento, escritores y
periodistas –entre ellos- Eloy González reciben la orden de
engancharse en las tropas que partirán a las fronteras a
conquistar la gloria.
Fue
así como el 13 de septiembre de 1901, un desarrapado
ejército venezolano blanqueó sus huesos en el desierto de La
Guajira, después de dos meses de errancia por culpa de un
irresponsable y de una caterva de plumarios abyectos que
-por lo menos- pagó con su pellejo su vocación jalaboleril,
entre los seiscientos muertos y trescientos prisioneros que
les hicieron los godos colombianos en el desastre de Carazúa.
Un
espejo en el que debería mirarse el bolivita de relumbrón
del socialismo del siglo XXI, cuando escucha la misma
zalamería del general Uribe en boca del narco guerrillero de
la FARC, Iván Márquez, quien le llena de cucarachas la
cabeza con el viejo cuento del nuevo Libertador y le ofrece
el rango de comandante supremo de un Ejército Bolivariano
Continental, para sacarle el resto de los 250 millones de
dólares, de los 300 millones que le ofreció a Marulanda, el
Tartarín barinés. Locura tan dañina que puede culminar en un
desastre peor que el de Carazúa, porque Colombia no es la
papita frita que se tragó El Cabito y el delirante lo sabe.
Verdad que lo dejó desnudo, después que Uribe lo ridiculizó
con las revelaciones del PC, de Raúl Reyes.
Si por desgracia
ese conflicto no se pudiera evitar, bolivita debería tener
un gesto de grandeza y hacer lo mismo que hizo el Cabito con
sus escritores, periodistas, poetas, cantores y difusores de
sus glorías, llamándolos a las armas. Porque qué bonito
sería ver a un Isaías Rodríguez, un Tarek William, un
Farruco Sesto, un Earle Herrera, un Ernestico Villegas, una
Desíree Santos, un Luis Alberto Crespo, una Cilia Flores y
una Lina Ron, con unos kilos menos, marchando a Paso de
vencedores hacia la frontera, para contestarle a los
colombianos con la indignación del sable y la metralla,
¡Venezuela se respeta!
Fuente:
Picón Salas,
Mariano: “Los Días de Cipriano Castro, Caracas, Editorial
Garrido, 1953.