Desafortunadamente
la campaña presidencial de 2008 en Estados Unidos será
amarga y abrirá grietas profundas en la sociedad
norteamericana. Dos razones lo explican. La primera es la
decisión del Partido Demócrata, que probablemente se
concretará pronto, de postular a un político radical como
su candidato. La segunda es la renuencia del electorado
estadounidense a asumir de manera plena que su país está
en guerra y tiene un papel insustituible que cumplir en el
mundo, una función que ninguna otra nación o combinación
de naciones está en capacidad o posee la voluntad de
acometer.
Ese papel no es otro que el de preservar un orden
internacional abierto para la democracia y el capitalismo.
El problema de Barack Obama y el motivo por el cual la
coalición que le impulsa no conquista a la clase obrera
blanca no es que sea un hombre de color, sino que es un
radical. Su trayectoria y puntos de vista suscitan la
desconfianza de amplios sectores ubicados en el centro de
la política norteamericana. Obama surgió de la nada con su
victoria en Iowa en enero pasado, un estado
predominantemente blanco. Por un tiempo logró sostener la
ficción de que su figura trasciende las divisiones de
ayer, pero las revelaciones sobre su asociación de veinte
años con un pastor extremista (Jeremiah Wright) y vínculos
con un ex-terrorista quien todavía proclama que no hizo
detonar suficientes bombas (Bill Ayers), dispararon las
alarmas.
No dudo que el factor racial aún tenga efectos en la
política estadounidense, pero el obstáculo que se ha
creado el Partido Demócrata no tiene que ver
fundamentalmente con el color de la piel de Obama sino con
su radicalismo ideológico. De allí que la estrategia de su
campaña, que contará con el apoyo ventajista y abrumador
de los medios de comunicación, consistirá en imponer un
doble patrón o medida para juzgarle frente a su adversario
republicano: toda referencia legítima a la carrera de
Obama, a su desempeño ultra liberal (de izquierda) como
senador y a sus lazos con el radicalismo en la política de
Chicago serán estigmatizados como "racistas". La campaña
será dura y cínica.
Hillary Clinton acierta cuando sostiene que Obama no ha
logrado ganar sino en los estados donde existen amplios
porcentajes de electores afroamericanos, que votan de modo
casi unánime por él junto con muchos jóvenes y con los
blancos de mayores ingresos.
El carácter limitado de esa coalición se acentuó después
de que se hizo más claro quién es realmente Obama y dónde
se sitúa políticamente. Pero Hillary Clinton reaccionó
tarde y no calibró con precisión cuánto se ha movido su
partido a la izquierda estos pasados años.
La campaña también será amarga porque no se le está
hablando claro al pueblo estadounidense, que no quiere
entender que el hecho de que no se hayan producido nuevos
ataques terroristas a gran escala contra su territorio a
partir del 11 de septiembre de 2001 no es obra del azar ni
el resultado de un milagro divino, sino de la
perseverancia del presidente Bush, del exitoso esfuerzo
bélico que se ha llevado a cabo en Irak y Afganistán, así
como del trabajo de inteligencia y policial en Estados
Unidos y alrededor del planeta. Este logro, alcanzado a
pesar de la incomprensión y cobardía de medio mundo y ante
la complacencia, miedo y vocación de autoflagelación que
paralizan a las opulentas sociedades occidentales, no
recibirá durante la campaña presidencial el tratamiento
responsable que amerita, a menos que John McCain opte por
alzar su voz sobre la adormecedora música de la demagogia,
una música tan grata como destructiva.