Ha
recomenzado el ciclo de elecciones primarias en Estados
Unidos, proceso que eventualmente conducirá a escoger los
candidatos de los partidos Demócrata y Republicano a la
contienda presidencial de noviembre de 2008. Es temprano
para aventurar pronósticos al respecto, mas merece la pena
comentar varios aspectos de esta confrontación, referidos
a su impredecibilidad y significado, a la aún vaga e
indefinida voluntad de cambio que conquista al electorado
norteamericano, y a la disposición autocrítica que
caracteriza a la sociedad estadounidense.
La actual competencia revela de modo contundente la verdad
de la frase según la cual "una semana es largo tiempo en
política". Casi sin excepción los precandidatos demócratas
y republicanos, entre ellos Clinton, Obama, McCain y
Giuliani, son personajes formidables y políticos de garra,
y sería temerario descartarles a estas alturas del juego.
Lo que realmente llama la atención es el vigor de la
democracia estadounidense, el deseo de millones de
ciudadanos de involucrarse en la lucha política, la
confrontación civilizada entre partidos y personalidades,
y su cuidado en preservar un diálogo decente en medio de
las diferencias que les separan. En este sentido no creo
que debamos preocuparnos acerca de la salud esencial de la
democracia norteamericana, pues sigue siendo excelente.
Por otra parte, no obstante, observo con cautela la moda
del "cambio" que se extiende entre los precandidatos de
ambos partidos. No tengo nada contra el cambio en sí
mismo, sino sólo contra el carácter vago e impreciso de un
sentimiento que subordina la razón a las emociones, y que
bien podría crear una situación semejante a la que
precedió el nefasto triunfo de Jimmy Carter en 1976.
Carter también fue escogido con base en una etérea
aspiración de cambio, que dificultó un análisis ponderado
de los graves desafíos internacionales y domésticos que
entonces enfrentaban Estados Unidos y Occidente,
deficiencias que al final convergieron en las políticas
débiles, entreguistas y fracasadas del hombre que —entre
otros reveses— permitió la humillación de los rehenes
estadounidenses en Teherán.
Ese deseo ambiguo de cambio perjudica en particular las
ambiciones, legítimas por lo demás, de Hillary Clinton,
pues basta con que la ex-primera dama aparezca en compañía
de su esposo para que las resonancias del pasado la
hieran. Ello es injusto pero nadie ha dicho que la
política sea justa. De otro lado, la actitud predominante,
hasta el momento, del electorado ayuda a las caras nuevas
pero no les garantiza la victoria.
Uno de los rasgos más llamativos de la democracia
estadounidense, que contribuye a nutrirla y darle fuerza,
es la vocación autocrítica de la sociedad norteamericana.
Semejante virtud, sin embargo, tiene a veces sus
complicaciones, pues una sociedad puede decaer debido a
que no sea capaz de aprender de sus errores, mas también
porque no quiera reconocer sus éxitos. La sociedad
norteamericana ha demostrado históricamente que puede
aprender de sus equivocaciones, pero cada día le resulta
más difícil admitir sus éxitos. Ni siquiera haber
derrocado a un tirano sangriento como Saddam Hussein y
estar conduciendo Irak a un destino mejor les parece a
muchos motivos de satisfacción, y ya que las cosas en Irak
mejoran los precandidatos demócratas procuran obviar el
tema o desconocer los logros, como si no existiesen. Esta
actitud mezquina y miope no augura nada bueno para Estados
Unidos y el resto del mundo que cree en la libertad y la
democracia.