Pareciera
difícil hallar alguien que afirme no desear la paz. Se
trata de un bien tan significativo que todos pretendemos
como mínimo aspirar al mismo. No obstante, cuando se trata
de Estados y países enteros el tema de la paz se complica
conceptualmente. En realidad, si hablamos de Estados
coexistiendo unos con otros la paz no debe entenderse como
un fin en sí misma sino como un medio. El verdadero fin es
la seguridad. De lo contrario, no importa cuánto busquemos
la paz y cuánto de veras la queramos, pues en ausencia de
seguridad un Estado, en este caso específico el Estado de
Israel, se encontrará sujeto a la voluntad de los que no
deseen la paz. Sin seguridad la paz es una quimera, mas
con seguridad la paz se hace al menos posible.
Como con agudeza ha aseverado Henry Kissinger, "Siempre
que la paz —concebida como la eliminación de la guerra— ha
sido el objetivo primordial de una potencia o un grupo de
potencias, el sistema internacional ha estado a merced del
miembro más feroz de la comunidad internacional. Siempre
que el orden internacional ha reconocido que ciertos
principios no se pueden violar, ni siquiera en aras de la
paz, la estabilidad basada en el equilibrio de fuerzas ha
sido por lo menos concebible". Kissinger escribía estas
líneas con referencia al panorama europeo durante las
guerras napoleónicas y el Congreso de Viena de 1814-1815.
Aplicando sus reflexiones al caso actual de Israel, es
evidente que buena parte del mundo árabe-islámico no
parece dispuesto a aceptar un conjunto de principios de
reconciliación inviolables en sus relaciones con el Estado
judío, por lo que una precaria estabilidad (podríamos deci,
una precaria seguridad) ha sido lo que en la práctica ha
resultado posible obtener desde la fundación de Israel y
hasta el día de hoy.
Desear la paz es loable, pero no es sensato buscarla a
toda costa si se trata de un Estado sometido a los
desafíos que enfrenta Israel. Lo que debe procurarse es la
seguridad, que a su vez puede abrir las puertas a una paz
de equilibrio. Desafortunadamente Israel no puede esperar,
por ahora y en el futuro previsible, una verdadera paz de
reconciliación con el mundo árabe-islámico. La meta
razonable —y ella misma nada fácil de obtener— es una paz
sustentada en el balance de fuerzas y la disuasión. Y cabe
tener presente que aún esta paz limitada o precaria no es,
como ya insinué, cosa sencilla de conquistar, pues la
disuasión sólo funciona contra adversarios presumiblemente
racionales, capaces de calcular las posibles consecuencias
de sus actos, pero no se aplica con igual intensidad
cuando concierne a "Estados locos" ("crazy states", según
los términos del Profesor Yehezkel Dror), como por ejemplo
el Irán de Mahmoud Ahmadinejad.
Hemos intentado esclarecer hasta ahora tres puntos: 1)
Cuando hablamos de Estados y sociedades en contextos
conflictivos la paz no debe ser concebida como un fin en
sí misma, sino como un medio. El fin es la seguridad. 2)
Un marco de seguridad puede generar la paz, pero no
necesariamente la reconciliación. 3) Esta última —la
reconciliación— va más allá de la mera seguridad y de la
paz de equilibrio, y es resultado de la aceptación del
contrario como un actor legítimo, con derecho a vivir.
Lo anterior nos conduce a otro punto conceptual que
debemos destacar. Es obvio que el mundo árabe-islámico se
ha visto forzado a convivir con Israel, pero ello no
significa que la haya aceptado como una entidad
político-social legítima. En este sentido importa
sobremanera aclarar cuál es la verdadera naturaleza del
reto que el Estado judío plantea al mundo que le circunda
en el Medio Oriente. Considero que Israel es rechazada por
los árabes no solamente porque es un Estado judío, sino
porque es una sociedad abierta y democrática cuya mera
presencia, y cuya demostrada capacidad para sobrevivir y
progresar en los terrenos científico, industrial,
agrícola, cultural y militar, introducen un elemento
adicional, de enorme importancia, en la explosiva crisis
civilizacional por la que atraviesa en su conjunto la
civilización islámica del Medio Oriente.
Dicho de otra manera, la civilización islámica está hoy
sometida al desafío de dejar atrás lo que Karl Popper
llamaba "la sociedad tribal", entendida como sociedad pre-moderna,
cerrada, rígida y dogmática, e incorporarse gradualmente
al mundo moderno. Este es un desafío que pertenece a la
civilización islámica misma y no está necesariamente
vinculado a Israel sino de forma indirecta. Es un desafío
que tiene que ver con el avance de la modernidad y la
globalización, y que se habría producido aún si Israel no
existiese. Sin embargo, la vigencia de Israel añade un
elemento complementario y combustible al horizonte
político-militar de un Medio Oriente sacudido por una
severa crisis civilizacional, en la que el mundo
árabe-islámico se juega su propia viabilidad a mediano y
largo plazo.
Lo más complicado de todo esto, desde la perspectiva del
Estado judío, es que sólo el cambio interno de las
sociedades árabe-islámicas, su paso desde el esquema de
sociedades cerradas al de sociedades abiertas y
democráticas, podría generar hacia adelante una actitud
distinta con relación a Israel, que ya no sería vista como
una amenaza cultural, es decir, espiritual y no solamente
militar, sino como un país cuya existencia es legítima y
puede ser admitida por sociedades reconciliadas consigo
mismas. Expresado con otras palabras, mientras dure la
crisis civilizacional en el propio seno de las naciones
árabe-islámicas, y permanezca allí incierta la
confrontación entre la sociedad cerrada que se niega a
morir y las sociedades abiertas que quizás intenten
surgir, Israel continuará representando una amenaza que
trasciende los esquemas capaces de dar sustento a una paz
de reconciliación.
Por ahora, insisto, y tal vez por largo tiempo —no lo
sabemos— lo que podría lograrse en el Medio Oriente es un
contexto de seguridad aceptable para actores clave, como
el que ya existe entre Egipto e Israel. Pero está visto
que los principales enemigos del Estado judío en esta
coyuntura son precisamente los grupos y movimientos
sociales que de manera más nítida representan la regresión
hacia la sociedad cerrada, jerárquizada, rígida, anti-democrática,
anti-liberal y pre-moderna, como Hamas, Hezbolá, la
dictadura siria y la Teocracia iraní. Estos sectores
perciben a Israel como una amenaza que va mucho más allá
de lo militar, y que se enlaza con un sentimiento de
crisis civilizacional de un mundo en convulsión.
El Estado judío debe buscar a la paz pero sin engañarse
acerca de la naturaleza del problema que la paz significa.
Me temo que, por ahora, la paz estará basada en la fuerza,
la seguridad, y la disuasión. El ideal de una paz de
reconciliación genuina está más allá de lo que
sensatamente puede alcanzarce, y por ello Israel debe
asimilar a fondo su realidad existencial, y no perder de
vista la magnitud del desafío que representa para sus
adversarios, no sólo —repito— por ser un Estado judío en
medio de un agitado océano de ancestral antisemitismo,
sino porque es una sociedad moderna, abierta y democrática
que genera un profundo reto espiritual a un mundo
diferente, un mundo que todavía no ha sido capaz de
resolver sus contradicciones internas, y que sigue
escindido entre un pasado que le cierra puertas y un
futuro que le atemoriza.