Como
nunca tuvo en su haber ni siquiera el rolazo de un policía
durante la lucha revolucionaria en los años sesenta-setenta,
que pueda contar a los atarbanes chavistas para ganarse su
respeto, el diputado Earle Herrera vive acomplejado. Y no es
para menos porque en esos años, el humilde muchacho de El
Tigre era un señorito enmantillado del aborrecido
puntofijismo y alumno mimado de los profesores de la Escuela
de periodismo de la UCV -miserables lacayos del
imperialismo- quienes violando las leyes racistas de la
institución lo acogieron en su seno porque, a pesar de su
pelo amarillo chicharron y sus rasgos negroides, intuyeron
en él un talento probo.
Un
pelón de bolas del claustro que aprovechó Earle porque
Héctor Mujica, el director de la Escuela - quien también era
pelo chicha - violó las leyes coloniales elitescas de la UCV,
que no aceptan negros ni mestizos, y lo contrató como
preparador para que comprara una ropita al ver la raídas
hilachas de su sudada franelita.
Mas la
discriminación racista del director no se detuvo aquí y por
su mediación Earle ingresó como colaborador en el derechista
diario El Nacional, cara aspiración de los estudiantes de
periodismo en esa época, donde se dio a conocer en el país.
Sus buenas notas y el don de la creación, le granjearon un
cargo docente en la despreciable UCV, que aún no era capaz
de dejarse vencer por las sombras. Faltaban muchos años para
que bolivita intentara hacerlo y Earle ofreciera su puñal
para degollarla.
Entre tanto, el joven docente y escritor promisor, gozaba de
los mimos de la oligarquía y de la adulancia de los
camaradas intelectualosos, becados por el Conac o la UCV,
que medraban con Earle el whisky de la derecha asidua de la
República del Este para escuchar las historias reales o
inventadas de la guerrilla derrotada, que se emborrachaban
sin pagar mientras esperaban la gran novela del siglo del
promisor escritor.
Picado por tantas
historias heroicas, Earle también inventó su propio mito y
un día sorprendió a sus camaradas de bebida con el cuento
sensiblero de una infancia triste en los campos petroleros
de El Tigre, donde los niños gringos se divertían en grandes
reservaciones paradisíacas mientras él, niño mestizo, los
veía merendar a través de las alambradas, con la boca hecha
agua. Ese fue su primer encuentro con el imperialismo yanqui
y la cara cruel de la discriminación racial, recuerdo que
devino odio contra la UCV cuando bolivita le abrió los ojos,
porque a él también lo discriminaron por ser bembón en la
casa de los sueños azules, cuna de la peste militar
que describe la pluma feroz de Manuel Caballero.
Tanto trasnocho y la vil caña a destiempo, hicieron que
Earle mandara para al carajo a la novela del siglo y su
responsabilidad docente mientras se hundía por más de diez
años en el tremedal de la bohemia. Tiempo en el que no dejó
de cobrar ni un mes de su sueldo, a pesar de que abandonaba
los cursos al apenas abrirlos. Carga que asumió la UCV,
porque el profesor de marras aludía sufrir de traumas
existenciales. Pero la historia del Earle no culmina aquí.
En una de sus rascas memorables, una prostituta en
El Callejón de
La
Puñalada
lo arrastró a un hotelito de paso donde lo despojó hasta de
la ropa interior y los zapatos. De allí salió a la calle,
descalzo y vestido con un pantalón de mujer, donde lo
encontró un profesor de la Escuela de Periodismo, también de
rasgos negroides. De esta aseveración puede dar fe, el ex
rector Edmundo Chirinos, quien ordenó la reclusión de
Herrera en el Hospital Clínico Universitario y
posteriormente en la Clínica Psiquiátrica El Cedral, para
curarlo de su adicción etílica. Un episodio que hubiera sido
una buena Crónica de Caña y muerte, como la de
Orlando Araujo, o su gran novela del siglo. Una obra
literaria más honrosa que el miserable espectáculo que dio
el diputado en la Asamblea buscando argumentos para
degollar a su universidad, herida de muerte, en esta hora
menguada.
Después del episodio del hotel, un director de la Escuela
de Periodismo -quien para mayor coincidencia también tiene
el pelo malo- lo expulsó de su cátedra y lo transfirió a un
cargo administrativo donde aguardó su jubilación con todos
sus beneficios y todavía se espera su gran novela del siglo.
He
aquí la catadura moral y la razón de la dentellada caníbal
de este afro descendiente, a la garganta de la UCV,
acusándola de racista, para pedir en la Reforma de la
Constitución, el voto de los empleados administrativos – la
mayoría tan flojos como Earle para el trabajo y enemigos de
la UCV – además del voto estudiantil
en pleno, para dejar en minoría al cuerpo docente que elije
a las autoridades universitarias, con el sólo propósito de
destruir la autonomía ucevista y convertir en realidad su
ansiado currículo fascista. Así paga el diablo.