1. Algunos rasgos del actual panorama internacional.
Es razonable pronosticar que el año 2007 será turbulento
en el plano geopolítico; más complicado, no obstante,
resulta adelantar que también se definirán situaciones con
profundo y duradero impacto hacia el futuro. Antes de
discutirlas conviene analizar tres rasgos del actual
contexto internacional que inciden decisivamente sobre el
curso de los eventos. Me refiero a la ausencia de un
principio de orden en el escenario global, a la guerra
imposible, y a la reafirmación de las tradiciones
político-culturales de los países y sus efectos.
Durante la Guerra Fría existió en el marco internacional
un principio de orden, sustentado en torno a la
confrontación bipolar entre Estados Unidos y la ex-Unión
Soviética. Un principio de orden permite a los actores en
un tablero de conflictos responder a la pregunta: ¿quiénes
son mis amigos y quiénes mis enemigos? Formulada de otra
forma la interrogante es: ¿con quién estamos y contra
quién estamos? El derrumbe del comunismo, el fin de la
URSS, y la apertura de una era caracterizada por el
unipolarismo militar llevó a algunos a hablar de un
"momento hegemónico" de Washington. Ahora bien, la
hegemonía, concepto que acá entiendo de manera específica
como la formulación y establecimiento de un principio de
orden, no es tan sólo el producto de la superioridad
militar. Para que exista hegemonía tiene que estar
presente un principio de orden, apuntalado por una clara
voluntad de poder. De lo contrario el poder, que no es
sólo un factor cuantitativo-material, sino que conjuga
también importantes elementos cualitativos referidos a la
voluntad, se diluye y esparce sin rumbo ni propósitos. Un
principio de orden permite orientarse y medir los costos
de la acción en función de los objetivos; una voluntad de
poder hace posible focalizarce y actuar a tiempo antes de
que las amenazas se hagan inmanejables.
Con la caída del muro de Berlin y el fin de la URSS llegó
también a su término un principio de orden, el que dividía
al mundo entre comunismo y capitalismo, y nada similar
vino a sustituirlo por varios años, hasta que tuvieron
lugar los ataques terroristas del 11-S de 2001. A partir
de ese momento Washington intentó rescatar un principio de
orden, que hiciese posible para los actores del tablero
internacional, grandes y pequeños, ubicarse dentro del
mismo mediante una clara respuesta a la pregunta: ¿quiénes
son mis amigos y quiénes mis enemigos? Este fue el
objetivo detrás de la fórmula: "O están con nosotros, o
contra nosotros".
Este nuevo principio de orden no ha tenido el vigor que
algunos esperábamos, ni ha sido respaldado con la voluntad
suficiente. Como consecuencia de ello se vive una
situación de creciente anarquía internacional,
caracterizada por la carencia de un compromiso firme por
parte de los aliados tradicionales de Washington a
acompañarle en su guerra contra el terrorismo, y por la
audacia siempre en aumento de los adversarios de costumbre
y de algunos más recientes, como Irán y Venezuela entre
otros, que aprovechan las inhibiciones norteamericanas
para subir sus apuestas en un tablero sin reglas ni
árbitros. De modo que la victoria en la Guerra Fría no
significó para Estados Unidos sino un breve respiro entre,
de un lado, un esquema geopolítico en el que prevaleció
una notable asertividad estratégica, y de otro lado la
ambigua situación ahora vigente, plena de confusión debido
a la ausencia de un principio de orden respaldado por una
voluntad inequívoca.
2. La guerra imposible.
La razón esencial que explica este fenómeno es lo que
denomino la guerra imposible. Con ello me refiero, como
también lo ha señalado Daniel Pipes, al pacifismo, la
complacencia y la vocación suicida que hacen estragos
entre buena parte de las élites políticas, académicas y
mediáticas de Occidente, en Estados Unidos y Europa,
élites que han deslegitimizado la guerra como instrumento
político del Estado, con especial incidencia en Estados
Unidos.
En un mundo perfecto, desde luego, las guerras no
existirían y quizás todos seríamos felices. Mas en el
mundo que en efecto tenemos sigue aplicándose la frase de
Churchill: "La guerra es mala, pero la esclavitud es
peor"; es decir, hay cosas peores que la guerra. No
obstante buena parte de los sectores políticos, académicos
y periodísticos de Occidente viven en un universo
sicológico poblado de fantasías. Con su pacifismo a
ultranza, su autocomplacencia, y su crítica implacable a
los valores, tradiciones e intereses de la civilización
occidental, en tanto admiten con la mayor tolerancia las
pretensiones de los enemigos de nuestro modo de vida, esas
élites "progresistas" han concluído que Occidente en
general, y Estados Unidos en particular, son fuerzas
negativas, y los demás son víctimas que requieren ser
acomodadas en sus deseos y aspiraciones. La vocación
suicida de esas élites "progresistas", empeñadas en
colaborar pasiva o activamente con los enemigos de nuestra
civilización, es directamente proporcional a su
relativismo moral, que les obstaculiza cualquier
diferenciación clara entre el bien y el mal.
Cuando existía la URSS el enemigo era palpable y sus
poderosos ejércitos no permitían equivocarse. A pesar de
ello, fue larga y penosa la historia del apaciguamiento
hacia el comunismo durante la Guerra Fría, así como la
actividad quintacolumnista de intelectuales de la talla de
Jean Paul Sartre, entre muchos otros. Comparada con los
misiles soviéticos, la amenaza del radicalismo islámico
luce abstracta y para muchos casi intangible. Es obvio que
con el paso de los años, y en buena medida gracias al
éxito logrado al impedir nuevos ataques catastróficos,
también el público occidental en general, más allá de las
élites, empieza a desestimar los peligros que encarna un
enemigo, el radicalismo islámico, que no cesa de proclamar
su voluntad de guerra total contra la democracia, el
capitalismo, y la libertad de conciencia. Ese público
observa con creciente escepticismo e incredulidad el
escenario global, convencido de que su confortable y
opulenta existencia no corre mayores riesgos, y que la
guerra contra el terrorismo es un problema menor que puede
contenerse con métodos policiales, o aceptando las
demandas de las presuntas "víctimas" de Occidente.
La deslegitimación de la guerra ha hecho implosionar la
perspectiva histórica. Para ilustrar lo que quiero decir,
acudo a un ejemplo. En una sóla batalla de la guerra del
Pacífico, en la isla japonesa de Okinawa, Estados Unidos
sufrió entre marzo y junio de 1945, en tres meses
escasamente, 12.000 muertos y 38.000 heridos. En los
ataques terroristas de 2001 perecieron alrededor de 3.000
personas, y tal ha sido aproximadamente, hasta el
presente, el número de soldados estadounidenses que han
muerto en Irak durante cuatro años de guerra. Por supuesto
que no intento menospreciar la muerte de ser humano
alguno, sino sólo ver las cosas con sentido de las
proporciones. Si luego de 3.000 muertes en batalla
Washington ya parece cansado de Irak, y dispuesto a
retirarse, no debemos sorprendernos que los enemigos de
Estados Unidos y Occidente hayan alcanzado la conclusión
de que les aguarda un triunfo inevitable, en vista de la
debilidad sicológica que se ha apoderado de sus
contrincantes.
A los dos rasgos esbozados: la ausencia de un principio de
orden y la guerra imposible, se suma un tercero referido a
la reafirmación de la tradición político-cultural de los
países y sus efectos. Con ello indico el colapso de las
esperanzas, concebidas inmediatamente después del fin de
la Guerra Fría, sobre el presunto triunfo de las ideas
liberales y democráticas, y su extensión hacia regiones
por décadas sumidas bajo regímenes autoritarios, como el
Medio Oriente, América Latina, Rusia, China y Europa
Central. Luego de una breve euforia esos sueños han
perdido mucho de su ímpetu inicial, y hoy contemplamos el
retorno de formas políticas, movimientos y tendencias
ideológicas autoritarias y socialistas en numerosos
países, incluída Rusia. Percibimos las tendencias
autocráticas de siempre, semi-disfrazadas con ropajes
democráticos, perfilarse otra vez en América Latina y el
Medio Oriente, poniendo así de manifiesto el peso de la
historia. En tal sentido la experiencia de Irak ha sido
aleccionadora, y el desencanto estadounidense con lo allí
ocurrido tendrá enormes repercusiones para la geopolítica
global este año y hacia adelante.
3. Estados Unidos: Gigante de frágil voluntad.
El debate en torno a la guerra de Irak se ha hecho tan
amargo que con frecuencia se pierden de vista varios
puntos cruciales. En primer lugar, cabe recordar que el
ataque estadounidense contra el régimen de Saddam Hussein
se encuadró dentro de una estrategia vinculada a los
eventos del 11-S de 2001, estrategia que alcanzó su
formulación posteriormente a esos sucesos, y que se
patentizó en la denominada "doctrina Bush" de guerra
preventiva. Esa estrategia se dirige, entre otros
aspectos, a generar cambios políticos profundos en el
contexto árabe-islámico, para a su vez estimular procesos
de modernización política y cultural que empiecen a drenar
los terrenos donde se nutre el radicalismo. La presunción
básica de esta estrategia es que el extremismo islámico se
alimenta de condiciones socioculturales que pueden y deben
cambiar, y cuya transformación a largo plazo curará
gradualmente las heridas de una civilización hasta ahora
renuente a aceptar la modernidad, en sus manifestaciones
de libertad individual y democracia, y a incorporarse
creativamente a la globalización.
La idea según la cual un "shock" externo puede dinamizar
hondos cambios políticos en las sociedades no es
descabellada, y de hecho Alemania y Japón, que hasta 1945
habían sido sociedades cerradas y rígidamente
jerarquizadas, se convirtieron en naciones abiertas y
democráticas en un período relativamente corto de tiempo.
Mas ello se debió a que su derrota en la Segunda Guerra
Mundial fue clara y decisiva, y los sobrevivientes lo
entendieron sin equívocos. En Irak, por el contrario, la
ofensiva norteamericana, luego de desmontar la estructura
de la tiranía sunita encabezada por Saddam Hussein, aceptó
una segunda etapa de guerra asimétrica o insurreccional en
los términos deseados por el adversario, es decir, una
guerra en la cual las tropas norteamericanas actúan
maniatadas, como si estuviesen en una reunión del Comité
de Derechos Humanos de la ONU y no en medio de un
conflicto feroz, ante enemigos implacables que no admiten
límites. Si a todo ello sumamos unos medios de
comunicación dominados por la cultura pacifista,
autocompaciente y suicida que contamina Occidente, el
resultado ha sido que una operación que necesariamente
requiere tiempo y decisión, se ha empantanado en medio de
los escrúpulos y las vacilaciones de un liderazgo
político-militar estadounidense acosado por sus críticos.
En segundo lugar, importa tener presente que para el
momento del ataque a Irak varios de los aliados
importantes de Estados Unidos en la OTAN, entre ellos la
Gran Bretaña, España e Italia, contribuyeron con tropas, y
todos actuaron bajo la convicción —para entonces
ampliamente compartida entre los servicios de inteligencia
occidentales— de que Saddam Hussein había reanudado con
intensidad sus programas de desarrollo de armas químicas,
biológicas y nucleares, y que probablemente tenía
arsenales de las mismas en depósito. Pero ni ésto, ni el
hecho innegable de que por años Saddam Hussein se había
burlado de las sanciones de la ONU, impidió que países
como Francia, que a su vez había sacado provecho de la
situación realizando fructíferos negocios con el tirano
iraquí, se negasen a actuar con decisión junto a su
aliado. El coro de condena internacional hacia la audaz y
valiente decisión del Presidente Bush, coro conducido por
los medios de comunicación de su propio país, ya ha
eliminado de las memorias estas realidades, y los Estados
Unidos pudiese repetir el guión vivido en Vietnam como si
nada hubiese ocurrido en la historia mundial desde
entonces.
A partir de su experiencia en el sureste asiático, el
electorado norteamericano decidió que no quiere más
guerras, y que si no queda otro remedio éstas deben ser
cortas y baratas. Movidos por semejante premisa, el pueblo
y gruesos sectores de las élites estadounidenses son
incapaces de sostener una proyección geopolítica asertiva
y perseverante, y con no poca facilidad abandonan las
iniciativas que su gobierno emprende y que exigen algún
contenido bélico. De ese modo ocurrió en el Líbano en 1983
(bajo Reagan), luego del ataque suicida contra los Marines
en Beirut; también en la primera guerra contra Saddam
Hussein en 1991 (bajo Bush padre), cuando Washington
permitió la sobrevivencia de un tirano ya derrotado; y de
igual modo en Mogadishu (Somalia) bajo Clinton, en 1993.
Los enemigos de Estados Unidos saben que una sóla toma de
televisión, transmitida por CNN al mundo, mostrando a un
soldado norteamericano acribillado y profanado por sus
enemigos, vale más que muchos misiles, tanques y aviones
de combate.
Sus propias inhibiciones han transformado a los Estados
Unidos en un gigante sin eficaz voluntad geopolítica,
incapaz de respaldar con contundencia el principio de
orden internacional que pretende establecer, un gigante
que sólo sostiene su precario dominio porque sus enemigos
han sido hasta este momento incapaces de equilibrar su
malevolencia con sus recursos. Ello, sin embargo, podría
cambiar, y la probabilidad de que grupos terroristas se
posesionen de armas de destrucción masiva, y las usen en
el territorio estadounidense, ya se ha colocado fuera del
ámbito de la ciencia-ficción.
4. Una notable paradoja.
Pese a lo dicho hasta este punto, cabe recordar que el
curso de la historia está repleto de ironías y paradojas,
y en nuestros días vemos repetirse un fenómeno que ya
ocurrió en el Medio Oriente durante los tiempos de Nasser,
de Arafat, y otros líderes nacionalistas árabes. Bajo
tutelaje soviético, empujados por su propia retórica,
confundiendo la realidad con sus emociones, y cegados por
su odio hacia Israel, estos jefes políticos comenzaron a
subestimar a Estados Unidos y al Estado judío, hasta que
llegó el momento en que perdieron toda prudencia, y
condujeron sus luchas más allá de lo que un cálculo
medianamente sensato hacía aconsejable, con severos
resultados para ellos y sus naciones.
La paradoja que ahora empieza a perfilarse es que, en
tanto se profundizan los sinsabores norteamericanos en
Irak, y aumentan el pacifismo, la autocomplacencia y
vocación suicida de las élites y los pueblos de Occidente,
los enemigos declarados de nuestro modo de vida se
ensoberbecen, crece su altivez y sus ambiciones aumentan,
tomando un camino que seguramente culminará en desafíos
que para Washington y el resto de sus aliados principales
resultará imposible eludir, excepto al costo de una
rendición total. Dicho de otra forma, la subestimación
creciente hacia los Estados Unidos por parte de figuras
como Mamoud Ahmadinejad, Kim Jong-Il, Osama Bin-laden,
Vladimir Putin y Hugo Chávez, entre otros, a raíz de las
dificultades estratégicas de Washington alrededor del
mundo, y la confianza de estos personajes en que las
inhibiciones estadounidenses (y de Israel) son
insuperables y los condenan a la decadencia, probablemente
les llevarán a plantear retos decisivos, que de nuevo les
empujarán a derrotas aplastantes.
La paradoja, repito, consiste en que mientras más crecen
el pacifismo, la autocomplacencia y la vocación suicida en
Occidente, más se inflan las ambiciones de los enemigos
del modo de vida liberal-democrático y capitalista, y más
crece su voluntad de asumir riesgos, colocándoles en la
zona de riesgo donde la imprudencia sustituye el cálculo.
Así le pasó a Nasser. Así le puede pasar a Ahmadinejad.
Los retos generados por los enemigos de Occidente
adquieren sus contornos, para citar cinco casos (no
necesariamente en orden de importancia), en Irán, con el
programa nuclear de Ahmadinejad, en la península coreana
con el programa nuclear de la satrapía comunista en Corea
del Norte, en Irak con la decisión sunita y de sus aliados
de Al- Queda de impedir a toda costa una estabilización
interna, y en Venezuela, donde el régimen de Hugo Chávez
juega con carbones calientes de la magnitud de un cambio
en las reservas financieras de los países productores de
petróleo de OPEP desde el dólar al Euro, a lo que se añade
la desestabilización de América Latina mediante el
fortalecimiento de regímenes radicales en lugares
estratégicos como Bolivia, para sólo mencionar dos
ejemplos. En quinto lugar señalo las renovadas
pretensiones imperiales rusas, centradas en su aliento y
venta de armamentos a los personajes anteriormente
mencionados, y en la no tan velada intención moscovita de
proceder con un paulatino chantaje energético sobre una
Europa atemorizada.
Para Occidente en general, y para Israel en particular, la
adquisición de armas nucleares por parte del régimen
radical iraní constituye una amenaza existencial. Es obvio
que los intentos de contener diplomáticamente el rumbo
atómico de Irán son un completo fracaso, y que los
esfuerzos franceses y alemanes en esa dirección sólo han
servido para que Ahmadinejad gane tiempo y su vanidad se
refuerce. Decir que la poítica exterior francesa y del
resto de países europeos —con la parcial excepción de
Inglaterra— es vergonzoza se queda corto. En verdad se
trata de una mezcla de miedo e hipocresía, que se resume
en la sistemática evasión de la realidad, con la esperanza
de que si tan sólo se dejan las cosas como están de alguna
forma nada malo ocurrirá. Chamberlain y Daladier parecen
colosos comparados con sujetos tan deleznables como
Jacques Chirac, Rodríguez Zapatero y Romano Prodi, entre
otros menos conspicuos. Europa no quiere guerra, y tampoco
quiere admitir que su diplomacia de apaciguamiento no
funciona. Como resultado de esto, posiblemente tendrá
guerra, pero en las peores condiciones imaginables, a
consecuencia de la indecisión.
Alguien afirmó que lo único peor que una guerra contra un
Ahmadinejad armado con bombas nucleares es precisamente
aceptar un Ahmadinejad armado con bombas nucleares. Y no
se trata de un mero juego de palabras. ¿Están en el fondo
los europeos, y las élites "progresistas" en Europa y
Estados Unidos, dispuestas a aceptar que los radicales
iraníes completen su programa nuclear sin disparar un
tiro? ¿Hasta dónde llegarán los sunitas en Irak, Kim Jong-Il
en la península coreana, Chávez en los Andes, Putin en
Rusia, Hezbolá en el Líbano y Hamas en Gaza, antes de que
una conflagración de grandes proporciones les envuelva? La
respuesta a estas interrogantes nos colocará ante las
definiciones de que hablaba al comienzo de este artículo.
Numerosos indicios sugieren que el año 2007 podría ser
testigo de la concreción definitiva de procesos que vienen
madurando estos pasados años, y que, para tomar una fecha
referencial, se potenciaron a partir del 11-S como
coyuntura geopolítica clave.
5. Occidente y el apaciguamiento.
En pocos días comenzará una batalla decisiva por el
control de Bagdad. El Presidente Bush, con admirables
visión y coraje, hizo caso omiso al clamor de los
pacifistas, complacientes y apaciguadores en su país y
Occidente, que con suprema irresponsabilidad buscan la
derrota de Estados Unidos en Irak, sin detenerse por un
instante a pensar en las consecuencias de un triunfo
semejante a favor del radicalismo islámico y el resto de
las fuerzas que desean destruír nuestro modo de vida
liberal-democrático y capitalista.
Bush les ha dado a los iraquíes una extraordinaria
oportunidad de superar treinta años de tiranía oprobiosa,
sanar sus heridas internas, y empezar un rumbo de
reconstrucción civilizada. Algunos avances se han hecho,
pero el peso de las divisiones étnico-religiosas y los
odios sembrados durante tres décadas de opresión por parte
de Saddam Hussein siguen siendo muy poderosos. No
obstante, Bush no está ni estará dispuesto a ceder ante la
guerra asimétrica de la insurrección iraquí. No creo por
tanto que Estados Unidos se retire de ese país en el
futuro cercano, al menos hasta después de las elecciones
estadounidenses en 2008, aunque sí es posible que se
abandone de una vez por todas la aspiración de que Irak
pueda levantarse como una democracia decente. En tal
sentido, la doctrina Bush de cambio democrático positivo
en el mundo árabe-islámico habrá entonces fracasado, y
Washington tendrá que resignarse a retornar al "realismo"
de otros tiempos, es decir, a apoyar dictadores si no
queda más remedio, en tanto estén de su lado.
Una segunda paradoja de los procesos que hemos venido
describiendo es que quizás los que hoy tanto cuestionan a
Bush y sus políticas, probablemente les añoren mañana,
cuando Estados Unidos vuelva quizás a asumir una política
exterior mucho menos idealista y centrada en el exclusivo
propósito de preservar la estabilidad, así sea pagando el
precio de sacrificar la libertad y la democracia en otros
países.
Desafortunadamente los pueblos, como los individuos,
aprenden generalmente a golpes, y el pueblo estadounidense
no es la excepción. La amenaza del radicalismo islámico es
real, y el desafío de promover cambios positivos en el
mundo árabe-íslámico exigía una perseverancia y un
compromiso que los norteamericanos no han querido asumir a
plenitud. Tampoco los iraquíes fueron capaces de cambiar
lo suficientemente rápido antes de que el incesante
torrente de malas noticias, siempre exhibidas y
multiplicadas con brío por los medios de comunicación
pacifistas, complacientes y suicidas de Occidente llevasen
a cabo su obra de desmoralización interna, en unión al
partido Demócrata en el caso de Estados Unidos, y a la
izquierda europea, cuyo antiyanquismo ha adquirido el
rango de incurable patología. Nuevos ataques terroristas,
tal vez con el uso de armas de destrucción masiva, son
sólo cuestión de tiempo, y el panorama internacional
podría experimentar cambios bruscos de manera sorpresiva.
El aprendizaje a los golpes sustituirá entonces la
doctrina de guerra preventiva.
En realidad, hasta el presente nadie ha sugerido algo
mejor que la "doctrina Bush" de cambio democrático como
antídoto de largo plazo frente al radicalismo dentro del
mundo islámico. Tal vez sea una utopía, y es posible que
la civilización islámica no sea ya capaz de asumir la
modernidad sino al costo de una guerra catastrófica. No lo
sé. Lo único que me parece claro es que el partido
Demócrata y los medios de comunicación "progresistas"
estadounidenses han sido incapaces de proponer nada,
excepto la rendición y retirada de las tropas
estadounidenses en medio de la humillación y el seguro
alborozo de los terroristas, que con ello habrán obtenido
una victoria de inmensas proporciones e impacto a largo
plazo.
Tampoco, que yo sepa, y dejando de lado las falsas
ilusiones diplomáticas de los apaciguadores europeos, ha
sido propuesto algún método práctico capaz de detener el
avance del régimen radical iraní hacia el arma nuclear,
que sea distinto al de un demoledor ataque preventivo
contra las instalaciones donde se produce actualmente la
bomba. Sobran las voces de aquellos que en la prensa
occidental se pronuncian contra una guerra, pero cuando se
les pregunta si están dispuestos a aceptar que Ahmadinejad,
el mismo que a diario promete la extinción de Israel, se
provea de armas atómicas, guardan un silencio embarazozo y
se refugian en buenos deseos y lugares comunes. El
pacifismo a ultranza, la cobardía, el apaciguamiento ante
enemigos sin escrúpulos, la hipocresía y el miedo cunden
como una plaga a través de las opulentas y despistadas
sociedades occidentales, que posiblemente experimentarán
un desagradable despertar.
6. El tema venezolano.
¿Pertenece Hugo Chávez a una galería que también reúne a
personajes como Ahmadinejad y Kim Jong-Il, en cuanto a la
verdadera magnitud de la amenaza estratégica que cada uno
de ellos encarna? Al fin y al cabo puede argumentarse que
el caudillo venezolano no tiene armas nucleares ni la
capacidad de producirlas, y su ejército carece de una
eficaz capacidad de proyección más allá de las fronteras
de su país. Sin embargo, como apunté previamente, el poder
no se mide exclusivamente en un plano material, y Hugo
Chávez ya ha ido bastante más lejos de lo que cualquiera
hubiese previsto sólo poco tiempo atrás.
Ciertamente, la brecha entre la retórica cada día más
violenta de Chávez y sus realizaciones concretas sigue
siendo amplia. A pesar de todos sus alardes
antiimperialistas, Chávez le vende la mayor parte del
petróleo venezolano a Estados Unidos, y necesita los
dólares norteamericanos más de los que estos últimos
requieren su oro negro. Pero Chávez no está sólo; forma
parte de un eje que incluye a Irán y Cuba, y que toca con
sus tentáculos ese ingrediente fundamental que energiza al
Occidente capitalista: el petróleo. Chávez además posee el
empuje sicológico necesario para hacer mucho daño, y
cubrirá tanta distancia como se lo permitan fuerzas
superiores.
Para los venezolanos el horizonte por los momentos es poco
alentador, pues si prosiguen las dificultades estratégicas
de Washington podría plantearse alguno de estos dos
escenarios: Por un lado, Chávez podría verse tentado, dada
su creciente subestimación del poderío norteamericano, a
cometer una imprudencia tan grave y peligrosa como la de
Castro en 1962, esta vez no con la participación de Rusia
sino la de Irán. Por otro lado, no obstante, esas mismas
dificultades de Washington, y el desengaño estadounidense
con respecto al cambio democrático en el Medio Oriente y
América Latina, pudieran conducir a una especie de arreglo
tácito entre el "imperio" y un caudillo que al fin y al
cabo ha sido legitimado democráticamente —en el marco de
un sistemático abuso de poder—, y al que Washington podría
estar dispuesto a conceder muy amplia tolerancia, a cambio
de un seguro y constante suministro petrolero. Las
transnacionales del oro negro observan con ojos codiciosos
las inmensas reservas de crudo pesado que Venezuela
alberga en su territorio, y ésta es una carta que Chávez
podría jugar con astucia. Su problema es la impetuosidad,
así como la falta de control sobre unos demonios
interiores que le impulsan más allá de los límites que
aconseja una elemental prudencia.
De modo pues que, para concluír, no es demasiado difícil
apreciar los orígenes más probables de la turbulencia que
caracterizará el año que se inicia, un año que ofrece al
Occidente democrático y capitalista sólo dos opciones: o
despertar bruscamente de su somnolencia, o continuar
sumido en un placentero pero riesgoso estado de
adormecimiento.