La
primera ironía es obvia: Los que se oponen a la acción
americana en Irak preferirían la resurrección de Saddam
Hussein antes que el éxito del proyecto de cambio
impulsado por Bush. Esos mismos bienpensantes, que hoy
evaden las terribles consecuencias de una prematura
retirada estadounidense, ayer acusaban a Washington por su
promoción y patrocinio de dictadores. Cuando de pronto un
Presidente Republicano empezó a proclamar el cambio
democrático como objetivo de su política exterior,
entonces los nuevos amigos de Saddam se escandalizaron, y
hoy dedican sus esfuerzos a zaherir a diario a Bush en la
creencia que con ello ganan la batalla ética. No es
cierto. Bush proclama la libertad de los iraquíes en tanto
que sus adversarios políticos procuran abandonar
Mesopotamia a la barbarie de Al Qaeda.
La segunda ironía es que una guerra zigzagueante, como
todas las guerras, está comenzando a dar resultados
positivos, y es precisamente ahora cuando el partido
Demócrata estadounidense, enceguecido por el deseo de
reconquistar la Presidencia, hace lo posible para
debilitar el esfuerzo de las tropas americanas,
desprestigiar a sus líderes militares y políticos, acosar
a los dirigentes iraquíes, y aprovechar la falta de
ponderación de los medios de comunicación —dominados por
la izquierda— para asegurar la derrota de su propio país,
sus fuerzas armadas, la causa de la democracia en Irak y
la posibilidad misma de que el mundo árabe-islámico
transite una senda de convivencia civilizada.
La tercera ironía es que a pesar de la hipocresía de los
Demócratas, que les permitió obtener la victoria en las
elecciones de noviembre pasado, el Congreso no ha tenido
el coraje de detener a Bush en Irak. Se presume que esos
parlamentarios, cuya miopía es sólo superada por su odio
al Presidente, fueron electos para poner fin a la guerra,
y de hecho podrían hacerlo mediante el corte
presupuestario que es potestad legislativa. No obstante,
no se atreven a asfixiar financieramente a las tropas, por
temor a las consecuencias políticas de lo que sería
percibido como una rendición. De modo que el partido
Demócrata cuestiona la guerra y fundamentará su campaña
hacia la Casa Blanca en ese mensaje, pero no tiene la
valentía de detenerla. Por ello, si bien es cierto que el
respaldo a Bush alcanza alrededor del 32%, el del Congreso
Demócrata no pasa de 18%. Su doblez ha tenido un costo.
En gran medida los medios de comunicación de Occidente se
encuentran en campaña permanente contra Bush y la guerra
de Irak, pero son incapaces de proponer alguna alternativa
práctica con relación al desafío civilizatorio que le
plantea a Occidente el Islam radicalizado. Algunos, como
el pomposo y parcializado New York Times, presumen que con
el fin de la guerra en Irak se acabará la amenaza del
terrorismo islámico, perdiendo de vista que Bush está
diezmando a Al Qaeda en Irak y que una derrota americana
será reclamada como una inmensa victoria por parte de
Osama Ben Laden y sus seguidores.
El partido Demócrata estadounidense da vergüenza. Sin
embargo, no le vendría mal al electorado americano,
opulento y superficial, llevarles de nuevo a la Casa
Blanca. Así recordarán a Carter y los Clinton; así
comprobarán otra vez cuán incompetentes, corruptos y
antipatrióticos pueden ser. Cuatro años de los Demócratas
en el poder no me parecen necesariamente malos. Estados
Unidos no se acabará por ello, pero se inmunizará ante el
virus.