En
su libro de 1919, "Cesarismo Democrático", Laureano
Vallenilla Lanz argumentó que en Venezuela es imperativo
distinguir entre las constituciones escritas y repúblicas
aéreas que imaginamos, y la verdad sociológica del país,
es decir, su "constitución efectiva u orgánica". Esta
última —aseveró— pone de manifiesto la necesidad de un
jefe o caudillo, que puede ser electivo, único capaz de
contener las tendencias centrífugas de una sociedad
escindida y anárquica. La garantía del orden en un
ambiente sociopolítico como el nuestro sólo proviene, en
sus palabras, de "un hombre prestigioso, consciente de las
necesidades de su pueblo, fundando la paz en el
asentimiento general y sostenido por la voluntad de la
mayoría a despecho del principio alternativo".
No pretendo discutir la tesis de
Vallenilla Lanz, aunque es válido interrogarse hasta qué
punto los cuarenta años de democracia representativa y
relativo apego a las instituciones, que experimentó
Venezuela bajo la IV República, fueron más bien
excepcionales, y en qué medida nos enfrentamos a la
recurrencia del "gendarme necesario".
Deseo más
bien referirme a la teoría marxista del "bonapartismo" o
"cesarismo", pues resulta herramienta útil para el
esclarecimiento del actual escenario nacional.
En ese
rumbo importa señalar que el pensador marxista italiano
Antonio Gramsci, siguiendo a Marx y sus estudios sobre
política francesa del siglo XIX, afirmó que el cesarismo
expresa un marco de fuerzas sociales en conflicto que
alcanzan un "balance catastrófico". Se trata, escribe, de
"fuerzas sociales que se estabilizan de modo tal que la
continuación de su enfrentamiento sólo puede llevar a su
destrucción recíproca". El cesarismo, como mando
unipersonal de un caudillo, surge cuando una sociedad
dividida y exhausta confía a un individuo el papel de
árbitro, colocándole en el vértice de una situación
"caracterizada por un equilibrio de fuerzas que avanza a
la catástrofe".
Por su
parte León Trotski, con la mirada puesta en la crisis
alemana y el ascenso de Hitler al poder, aclaró que un
régimen cesarista puede lograr estabilidad y
perdurabilidad "en tanto ponga fin a una época
revolucionaria".
Los
procesos históricos diagnosticados por Marx, Gramsci y
Trotski no fueron idénticos al que vive Venezuela. Sin
embargo sus análisis sobre el cesarismo iluminan nuestra
realidad. Y ello en tres sentidos. 1) Creo razonable
interpretar las elecciones del pasado 3 de diciembre como
un evento que puso fin a una etapa histórica. Quizás
llamar ese período una "época revolucionaria" sea
exagerado; no obstante, parece difícil negar que los
tumultuosos tiempos que empezaron su curso en 1998
arribaron en 2006 a una especie de punto de quiebre, para
dar comienzo a otros. Las diversas fuerzas sociales del
país se encuentran fatigadas y acosadas por la
incertidumbre, a la espera de las decisiones del caudillo
reelecto. 2) Me luce evidente que el papel del Presidente
de la República es más que nunca, al menos en teoría, el
de un árbitro, ubicado en el eje de una sociedad cuyas
instituciones se subordinan a su voluntad, y cuyo frágil
tejido depende por completo del caudal petrolero en manos
del gobierno. 3) La pregunta clave es ésta: ¿Se comportará
el César democrático como árbitro estabilizando la
turbulencia, tal como lo pide la sociedad, o empujará las
fuerzas más allá del equilibrio hacia la catástrofe?
Cuando uso
el término gramsciano "catástrofe" me refiero a la
posibilidad de la dictadura desembozada, como culminación
de una dinámica cesarista que pretenda trascender el papel
arbitral, y transformar al país en una dirección
socialista. Ésta es la interrogante cuya dilucidación
definirá el carácter de los tiempos por venir. Lo que hoy
tenemos es cesarismo democrático; a dónde vamos nos
confunde. El dilema del caudillo es patente: O bien
gobierna como árbitro, preservando apariencias y
administrando con alguna destreza el flujo petrolero, o
bien se lanza de lleno a la aventura ideológica, hacia la
que le impulsan sueños y ambiciones tan temerarias como
ilusas.
El primer
escenario posibilitaría la consolidación de un régimen que
en el plano personal, y en el de los principios políticos,
considero deplorable, pero cuyas raíces sociológicas no
dejo de entender. El cesarismo democrático, cada vez más
militarizado, es camino abierto para una sociedad enferma
e invertebrada como la nuestra. El segundo escenario, el
de la ideología tomada en serio, sería desde luego todavía
peor, pero no lo descarto pues la historia no avanza con
base a la razón y el cálculo, sino que resbala por abismos
de pasiones casi siempre incontrolables.