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Cesarismo venezolano
por Aníbal Romero  
martes, 26 diciembre 2006



    En su libro de 1919, "Cesarismo Democrático", Laureano Vallenilla Lanz argumentó que en Venezuela es imperativo distinguir entre las constituciones escritas y repúblicas aéreas que imaginamos, y la verdad sociológica del país, es decir, su "constitución efectiva u orgánica". Esta última —aseveró— pone de manifiesto la necesidad de un jefe o caudillo, que puede ser electivo, único capaz de contener las tendencias centrífugas de una sociedad escindida y anárquica. La garantía del orden en un ambiente sociopolítico como el nuestro sólo proviene, en sus palabras, de "un hombre prestigioso, consciente de las necesidades de su pueblo, fundando la paz en el asentimiento general y sostenido por la voluntad de la mayoría a despecho del principio alternativo". 

    No pretendo discutir la tesis de Vallenilla Lanz, aunque es válido interrogarse hasta qué punto los cuarenta años de democracia representativa y relativo apego a las instituciones, que experimentó Venezuela bajo la IV República, fueron más bien excepcionales, y en qué medida nos enfrentamos a la recurrencia del "gendarme necesario".  

    Deseo más bien referirme a la teoría marxista del "bonapartismo" o "cesarismo", pues resulta herramienta útil para el esclarecimiento del actual escenario nacional. 

    En ese rumbo importa señalar que el pensador marxista italiano Antonio Gramsci, siguiendo a Marx y sus estudios sobre política francesa del siglo XIX, afirmó que el cesarismo expresa un marco de fuerzas sociales en conflicto que alcanzan un "balance catastrófico". Se trata, escribe, de "fuerzas sociales que se estabilizan de modo tal que la continuación de su enfrentamiento sólo puede llevar a su destrucción recíproca". El cesarismo, como mando unipersonal de un caudillo, surge cuando una sociedad dividida y exhausta confía a un individuo el papel de árbitro, colocándole en el vértice de una situación "caracterizada por un equilibrio de fuerzas que avanza a la catástrofe".  

    Por su parte León Trotski, con la mirada puesta en la crisis alemana y el ascenso de Hitler al poder, aclaró que un régimen cesarista puede lograr estabilidad y perdurabilidad "en tanto ponga fin a una época revolucionaria". 

   Los procesos históricos diagnosticados por Marx, Gramsci y Trotski no fueron idénticos al que vive Venezuela. Sin embargo sus análisis sobre el cesarismo iluminan nuestra realidad. Y ello en tres sentidos. 1) Creo razonable interpretar las elecciones del pasado 3 de diciembre como un evento que puso fin a una etapa histórica. Quizás llamar ese período una "época revolucionaria" sea exagerado; no obstante, parece difícil negar que los tumultuosos tiempos que empezaron su curso en 1998 arribaron en 2006 a una especie de punto de quiebre, para dar comienzo a otros. Las diversas fuerzas sociales del país se encuentran fatigadas y acosadas por la incertidumbre, a la espera de las decisiones del caudillo reelecto. 2) Me luce evidente que el papel del Presidente de la República es más que nunca, al menos en teoría, el de un árbitro, ubicado en el eje de una sociedad cuyas instituciones se subordinan a su voluntad, y cuyo frágil tejido depende por completo del caudal petrolero en manos del gobierno. 3) La pregunta clave es ésta: ¿Se comportará el César democrático como árbitro estabilizando la turbulencia, tal como lo pide la sociedad, o empujará las fuerzas más allá del equilibrio hacia la catástrofe? 

    Cuando uso el término gramsciano "catástrofe" me refiero a la posibilidad de la dictadura desembozada, como culminación de una dinámica cesarista que pretenda trascender el papel arbitral, y transformar al país en una dirección socialista. Ésta es la interrogante cuya dilucidación definirá el carácter de los tiempos por venir. Lo que hoy tenemos es cesarismo democrático; a dónde vamos nos confunde. El dilema del caudillo es patente: O bien gobierna como árbitro, preservando apariencias y administrando con alguna destreza el flujo petrolero, o bien se lanza de lleno a la aventura ideológica, hacia la que le impulsan sueños y ambiciones tan temerarias como ilusas.  

    El primer escenario posibilitaría la consolidación de un régimen que en el plano personal, y en el de los principios políticos, considero deplorable, pero cuyas raíces sociológicas no dejo de entender. El cesarismo democrático, cada vez más militarizado, es camino abierto para una sociedad enferma e invertebrada como la nuestra. El segundo escenario, el de la ideología tomada en serio, sería desde luego todavía peor, pero no lo descarto pues la historia no avanza con base a la razón y el cálculo, sino que resbala por abismos de pasiones casi siempre incontrolables.

 
 

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