El
comportamiento del presidente Chávez posterior a la grave
derrota del 2 de diciembre, por una parte ha ratificado la
convicción de mucha gente de que se trata de un caso sin
remedio, y por la otra ha derribado la esperanza de mucha
otra gente, por demás ilusa, de que ese fracaso haría el
milagro de obligarlo a pensar mejor las cosas y a
rectificar al menos algunas de sus habituales maneras de ser
y de enfrentar los problemas que a él, como a todos los
gobernantes del mundo, se le presentan a menudo. De ese
modo, se pensaba, podría sortear más o menos bien los cinco
años que le quedan de gobierno.
En el escaso tiempo transcurrido desde ese para él fatídico
2 de diciembre, las actuaciones de Chávez han sido de las
más erráticas de su carrera, no sólo por lo disparatado de
muchas de sus medidas, sino también por el considerable
incremento de la procacidad y lo escatológico de su
lenguaje, absolutamente impropio de un jefe de estado, por
más chafarote que este sea y por más primitivo y
subdesarrollado que sea el país donde (des)gobierne.
Son tales los desplantes del grotesco personaje, que a cada
momento los venezolanos debemos rectificar la creencia de
haber perdido la capacidad de asombro, porque Chávez vuelve
a asombrarnos cada día con un nuevo despropósito, nuevo no
tanto por su contenido o significado, sino por cómo
multiplica su intensidad y rompe a cada paso sus propios
records dentro del disparatario nacional, y aun
internacional.
Como es natural, nadie acierta al tratar de explicar
semejante conducta. Salvo el síndrome de Chacumbele, que ha
venido reactualizando Teodoro Petkof, nadie encuentra una
respuesta razonable, dentro de la psicología normal, para
semejante conducta.
Lo mismo puede decirse de muchos que apoyan a Chávez desde
el comienzo, inicialmente motivados por la confianza que él
les inspiraba y por una cierta afinidad ideológica. Al poco
tiempo, sus graves errores, fácilmente atribuibles a su
inexperiencia y a su impetuosidad –“es que él es así”, se
decía–, dieron pie a que muchas de estas personas confiasen
en que su aprendizaje en el ejercicio del poder, aunado a su
buena fe, le permitiría ir corrigiendo sus errores. Era
explicable, pues, que se le siguiese apoyando, en la
seguridad de que esa rectificación vendría inevitablemente.
¿Es posible a estas alturas, y ante los hechos reiterados, y
aun agravados al máximo, que nadie puede dejar de ver, que
se mantenga aquella confianza inspirada en la seguridad de
un cambio que no acaba de aparecer, y en una supuesta buena
fe cada día más dudosa?
No me refiero, por supuesto, a los oportunistas y sigüises,
cuyo “chavismo” es la coartada para enriquecerse lo más
pronto posible. Hablo de los que de su chavismo (este sin
comillas) no han derivado, ni aspiran a derivar en el
futuro, ningún tipo de prebendas ni de beneficio personal.
Es decir, que en este sentido son honestos. El problema es
que, aun acrisolados en la más exigente honestidad se puede
ser cómplices de un crimen.
grealemar@cantv.net