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Complicidad
por Alexis Márquez Rodríguez
viernes, 25 enero 2008


El comportamiento del presidente Chávez posterior a la  grave derrota del 2 de diciembre, por una parte ha ratificado la convicción de mucha gente de que se trata de un caso sin remedio, y por la otra ha derribado la esperanza de mucha otra gente, por demás ilusa, de que ese fracaso haría el milagro de obligarlo  a pensar  mejor las cosas y a rectificar al menos algunas de sus habituales maneras de ser y de enfrentar los problemas que a él, como a todos los gobernantes del  mundo, se le presentan a menudo. De ese modo, se pensaba, podría sortear más o menos bien los cinco años que le quedan de gobierno.

En el escaso tiempo transcurrido desde ese para él  fatídico 2 de diciembre, las actuaciones de Chávez han sido de las más erráticas de su carrera, no sólo por lo disparatado de muchas de sus medidas, sino también por el considerable incremento de la  procacidad y lo escatológico de su lenguaje, absolutamente impropio de un jefe de estado, por más chafarote que este sea y por más primitivo y subdesarrollado que sea el país donde (des)gobierne.

Son tales los desplantes del grotesco personaje, que a cada momento los venezolanos debemos rectificar la  creencia de haber perdido la capacidad de asombro, porque Chávez vuelve a asombrarnos cada día con un nuevo despropósito, nuevo no tanto por su contenido o significado, sino por cómo multiplica su intensidad y rompe a cada paso sus propios records dentro del disparatario  nacional, y aun internacional.

Como es natural, nadie acierta al tratar de explicar semejante conducta. Salvo el síndrome de Chacumbele, que ha venido reactualizando  Teodoro Petkof, nadie encuentra una respuesta razonable,  dentro de la psicología normal, para semejante conducta.

Lo mismo puede decirse de muchos que apoyan a  Chávez desde el comienzo, inicialmente motivados por la confianza que él les inspiraba y por una cierta afinidad ideológica. Al poco tiempo, sus graves errores, fácilmente atribuibles a su inexperiencia y a su impetuosidad –“es que él es así”, se decía–, dieron pie a que  muchas de estas personas confiasen en que su aprendizaje en el ejercicio del poder, aunado a su buena fe, le permitiría ir corrigiendo sus errores. Era explicable, pues, que se le siguiese apoyando, en la seguridad de que esa rectificación vendría inevitablemente.

¿Es posible a estas alturas, y ante los hechos reiterados, y aun agravados al máximo, que nadie puede dejar de ver, que  se mantenga aquella confianza inspirada en la seguridad de un  cambio que no acaba de aparecer, y en una supuesta buena fe cada día más dudosa?

No me refiero, por supuesto, a los oportunistas y sigüises, cuyo “chavismo” es la coartada para enriquecerse lo más  pronto posible. Hablo de los que de su chavismo (este sin comillas) no han derivado, ni aspiran a derivar en el futuro,   ningún tipo de prebendas ni de beneficio personal. Es decir,  que en este sentido son honestos. El problema es que, aun acrisolados en la más exigente honestidad se puede ser cómplices de un crimen.

grealemar@cantv.net


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