Los
partidarios de Chávez se atrincheran en la supuesta
existencia de una amplia libertad de expresión para afirmar
que en Venezuela no hay una dictadura. La insistencia en
decirlo ya resulta de por sí sospechosa. Las virtudes, tanto
de las personas como de las instituciones, se muestran por
sí mismas, y no hace falta pregonarlas a cada rato. Si se
hace esto último es, obviamente, porque no se está muy
seguro de que tales virtudes existan. Y es por demás
significativo que quienes niegan que en nuestro país exista
hoy una dictadura lo hagan con el único argumento de que los
venezolanos gozamos de una amplia libertad de expresión.
Negarlo sería necio. Tenemos libertad de expresión, pero no
plena, porque la misma está permanentemente mediatizada por
numerosos artificios legales y/o administrativos. Las
amenazas contra los periodistas y los medios de comunicación
son constantes, y a menudo no se quedan en ello. Son muchos
los periodistas y otras personas sometidos a juicio o presos
por emitir opiniones contrarias a las “verdades”
oficialistas. Asimismo son frecuentes los insultos
proferidos por altos funcionarios, Chávez a la cabeza,
contra profesionales de la comunicación, lo cual es también
un atentado contra la libertad de expresión porque tales
actitudes persiguen un propósito intimidatorio. No negamos a
tales funcionarios el derecho a defenderse de las
acusaciones que se les haga, siempre que se asuma con el
respeto y la decencia a que todo funcionario está obligado.
Ahora bien, ¿basta con que haya libertad de expresión, plena
o mediatizada, para que se pueda negar la existencia de una
dictadura? ¿Es, acaso, la libertad de decir cada quien lo
que quiera el único signo de una democracia, o de que no hay
una dictadura?
Desde luego que la libertad de expresión y demás derechos
humanos son esenciales y definitorios de la democracia. Pero
no bastan. Junto a ellos son consustanciales con la
democracia otras instituciones jurídicas y políticas, la
primera de ellas la separación e independencia de los
poderes públicos. Sin un poder legislativo independiente;
sin un poder judicial verdaderamente autónomo; sin un poder
electoral absolutamente impermeable a las presiones de otros
poderes, sobre todo del ejecutivo; sin una contraloría, una
fiscalía y una defensoría del pueblo en nada obsecuentes a
los designios del presidente de la República y celosas en el
resguardo de su autonomía, es imposible hablar de
democracia. Y si no hay democracia lo que hay es dictadura,
o algo muy parecido a esta.
Y tal es, como todo el mundo sabe, el caso de la Venezuela
actual, donde la Asamblea Nacional no es sino un lamentable
apéndice del presidente, igual que los tribunales de
justicia, desde el Máximo hasta el de más baja jerarquía; el
llamado poder ciudadano, y –quizás el más vergonzoso, dada
la delicadeza de sus funciones– el tristemente célebre
Consejo Nacional Electoral.
¿Qué es, pues, lo que hoy tenemos en Venezuela? Una
democracia, evidentemente, no es…