Sería
insensato negar la importancia histórica de Rómulo
Betancourt. Su liderazgo fue evidente, plasmado en diversos
hechos de implacable realidad. Uno de ellos fue la creación
de la más poderosa maquinaria política que haya habido en
nuestro país, el partido Acción Democrática, cuya actual
postración y, si se quiere, virtual desaparición no
desmiente lo que llegó a ser en el pasado. Otro fue haber
gobernado exitosamente el país en el período quizás más
convulso en la historia venezolana, enfrentando poderosos
enemigos y no menos poderosas acciones de dentro y de fuera
del país.
Pero nada de ello justifica la adoración que se ha desatado
con motivo del centenario del líder adeco. Una vez más en
Venezuela se pasa de un extremo a otro, de manera irracional
y con total falta de sindéresis, dando origen a lo que se
parece mucho a un culto personalista, alentado, entre otros,
por algunos de los más acerbos críticos de lo que se ha
conocido como “culto bolivariano”. Y sin darse cuenta,
además, de que Betancourt no necesita de eso para exhibir
sus indiscutibles méritos. Aparte de que él mismo hubiese
rechazado tales excesos, porque nunca ejerció el culto a la
personalidad.
Lo de llamarlo “padre de la democracia” no pasa de ser una
ridiculez en extremo cursi y anticientífica. Pero es
inexplicable que la jalabolería póstuma lleve a ciertos
historiadores y politólogos a obviar lo que, más que
lunares, fueron gruesas manchas en la trayectoria de
Betancourt. ¿Por qué olvidar, por ejemplo, que llegó por
primera vez al poder sentado sobre las bayonetas de unos
militares felones, en un golpe que derribó a un presidente
democrático y progresista, como fue Isaías Medina Angarita?
Y peor aún, que en esa ocasión se prestase al papel de
alcahuete de aquellos militares, que requirieron de sus
servicios con el solo fin de darle un barniz civilista a su
felonía militarista, como se demostró con el derrocamiento,
tres años después, del gobierno de Rómulo Gallegos, para lo
cual ya no necesitaron de aquel barniz civilista, y la
subsiguiente dictadura de Pérez Jiménez, el verdadero
propósito del derrocamiento de Medina Angarita.
¿Y por qué silenciar el golpe de Betancourt a la
Constitución cuando ordenó la prisión de senadores y
diputados violando descaradamente la inmunidad
parlamentaria? ¿Y la destitución de más de setecientos
maestros y profesores por el solo hecho de militar en el PCV
y el MIR, como el mismo Betancourt lo declaró regocijado a
los medios de comunicación?
El mismo hecho, tan elogiado, de irse de Venezuela al final
de su gobierno no parece, visto desde hoy, tan plausible,
pues le restó al proceso político la tuición moral del líder
que debió seguir siendo, facilitando así la exacerbación de
las corruptelas y el desastre que a partir de cierto momento
se impuso en el país, trayéndonos a donde ahora estamos.
Celebremos, pues, el centenario de Rómulo Betancourt, pero
dándole la justa dimensión a su figura, una natural
conjunción de virtudes y defectos.