En
Castellano, como en todas las lenguas, los apellidos se
forman mediante diversos procedimientos. Inicialmente las
personas llevaban sólo “nombre de pila”, llamado así porque
tradicionalmente es el nombre que, aunque se le pone al
niño al nacer, y a veces antes, se consolida u oficializa, e
incluso se registra por escrito, en el acto del bautismo,
que generalmente se realiza en las iglesias ante la pila
bautismal. De ahí que también suela decirse “nombre de
bautismo”. El verbo “bautizar” no sólo designa el sacramento
de consagrar a una persona como católico, sino también el
acto de darle nombre, de suerte que metafóricamente se
emplea ese verbo para referirse también al hecho de poner
nombre a cualquier cosa, y no sólo a personas.
Inicialmente los seres humanos llevaban sólo nombre de pila.
Pero a medida que la población fue creciendo, y en
consecuencia fue necesario repetir algunos nombres, no
bastaron estos para identificar a las personas, y entonces
se adquirió la costumbre de poner a cada quien un segundo
nombre. Con el tiempo este se convirtió en lo que hoy
llamamos “apellido”, conocido asimismo como “nombre de
familia”. También se emplea el vocablo “patronímico” para
designar los nombres que se forman por derivación del que
lleva el padre, aunque se ha ido extendiendo la costumbre
de llamar “patronímico” a todos los apellidos, cualquiera
que sea su origen.
Al principio, para completar la identificación de las
personas se agregaba a su nombre algún dato que lo
señalara, y así lo diferenciase de otros que llevasen el
mismo nombre. A veces, por ejemplo, se agregaba la
identificación del padre o de la madre: “Fulano, el de
Pedro”; “Fulana, la de Isabel”. Pero pronto se prefirió
señalar como segundo nombre el del lugar de procedencia o de
domicilio. Así hacían los griegos: Parménides de Elea,
Pitágoras de Samos, Solón de Atenas… Sólo las figuras muy
notables, de por sí inconfundibles, han pasado a la historia
únicamente con sus nombres de pila, como los grandes
filósofos y los artistas muy famosos: Aristóteles,
Sócrates, Platón, Apeles, Fidias, Safo…
En España se hizo costumbre tempranamente el uso como
apellido del lugar de procedencia, articulado al nombre
mediante una partícula relacionante: Juan de Valencia,
Pedro de la Peña, Simón el Sevillano…, que con el tiempo se
convirtieron en Juan Valencia, Pedro Peña, Simón Sevillano…
Aunque algunos conservaron la preposición “de”, que, por
cierto, no tiene ninguna connotación de nobleza ni nada
parecido, como algunos ingenuos creen, sino de simple
procedencia.
También son frecuentes los apellidos españoles procedentes
de oficios, ocupaciones, cargos o títulos: Juan el herrero,
Francisco el sastre, María la cabrera, Pedro el abad, Luis
el monje, Alberto el conde, Manuel el duque, Ricardo el
alcalde…, que a la larga se convirtieron en Juan Herrero,
Francisco Sastre, María Cabrera, Pedro Abad, Luis Monje,
Alberto Conde, Manuel Duque, Ricardo Alcalde…