Otra
de esas palabras que se usaron mucho en el pasado y han
caído en desuso es “marramuncia” o “marramucia”. En los
lejanos tiempos de mi infancia y adolescencia, años 40, eran
frecuentes. Hoy pocos la usan, y muchos ni siquiera la
conocen.
Ninguna de las dos está en el DRAE. Tampoco en el
“Diccionario de americanismos” de Marcos A. Morínigo. Sí,
como “marramuncia”, en el diccionario “Americanismos”, de
Sopena, que, sin ubicarlo en ningún país, lo define como
“Marrullería, astucia con que se halaga a quien se quiere
engañar”, y en el “Diccionario de americanismos” de Alfredo
N. Neves, definido como “Marrullería”, atribuido al norte
de Argentina y a Venezuela. “Marrullería”, dice el DRAE, es
“Astucia tramposa o de mala intención”.
Ambos figuran en el “Diccionario del habla actual de
Venezuela” (R. Núñez y F. J. Pérez) como “Trampa o
engaño!”. El “Diccionario de venezolanismos” (M. J. Tejera
et al) registra ambas formas como ”1. Acción innoble o
deshonesta; vileza, artimaña. 2. Hechicería”. Esta última
acepción la da como propia de Barlovento. Este diccionario,
además, documenta profusamente ambas formas, en textos del
siglo XIX y del XX, en novelas como “Fidelia” (1893), de
Gonzalo Picón Febres; “Tierra nuestra” (1919), de Samuel
Darío Maldonado; “Fiebre” (1939), de Miguel Otero Silva”;
“Los tratos de la noche” (1955), de Mariano Picón Salas;
“País portátil” (1969), de Adriano González León, y el
cuento “La mosca azul” (1949), de Arturo Úslar Pietri.
Don Lisandro Alvarado, en su “Glosario del bajo español en
Venezuela”, (1929), da una definición más amplia de las dos
formas: “Marrullería, bellaquería, picardía, tunantada,
artimaña. (…)”.
En el habla común “marramuncia” y “marramucia” tienen una
fuerte carga despectiva y satírica. Generalmente se las usa
referidas a actos de corrupción, de vagabundería, de viveza
villana y deshonesta, en la vida pública, relacionada con
la política y la administración gubernamental, como en los
negocios y otras actividades privadas.
Desconozco el origen de estas palabras. El profesor
Rosenblat, en sus “Buenas y malas palabras”, las menciona
varias veces, pero no se refiere a sus orígenes
etimológicos.