A Néstor Tablante y Garrido
Con
José León Tapia (1928-2007) me unió una amistad de seis
décadas. Nos conocimos en 1947, cuando él estudiaba Medicina
en la UCV y yo Pedagogía en el viejo Instituto Pedagógico
Nacional. Desde entonces tuvimos una camaradería sin sombras
ni falencias. Íbamos con frecuencia a una casa de la
entonces amable parroquia Santa Rosalía, de Pinto a Viento
49. Allí vivían y tenían una grata pensión familiar dos
seres excepcionales, don Miguel León Landaeta y doña Felicia
Escobar de Landaeta, padres de Coromoto, quien entonces
también comenzaba a estudiar Medicina. Los Landaeta eran de
Guanare, pero vinculados con gente de Barinas, y su
afabilidad propiciaba la reunión frecuente de amigos, casi
todos jóvenes estudiantes de ambas regiones, amén de
algunos de otras partes del país.
Al culminar sus estudios –en circunstancias, por cierto,
tormentosas, ya bajo la dictadura perezjimenista– José León
regresó a su entrañable Barinas. Comenzó entonces una etapa
fundamental en su vida, en que la práctica de la Medicina se
fue cumpliendo de una manera paradigmática, con una profunda
sensibilidad social y un acendrado sentido de servicio
público, al par que con una constante angustia ante la
creciente pérdida de esos mismos valores, sacrificados en
aras de un mercantilismo infame, no sólo entre sus propios
colegas, sino, en general, en todos los estamentos de la
sociedad en que le tocó vivir.
Fue, afortunadamente, esa amargura causada por la
descomposición social lo que despertó en él su otra
vocación, la de escritor, cumplida a caballo entre la
historia y la literatura. Se propuso entonces rescatar
algunos hechos y ciertas figuras de nuestro pasado aún no
remoto, que de una u otra manera, con aciertos y errores,
lucharon a su modo por el país y el pueblo que los vieron
nacer.
Uno de sus primeros libros, Maisanta, el último hombre a
caballo, en el que sitúa al famoso y contradictorio
personaje en sus justos términos históricos, hizo que a
Tapia se acercara Hugo Chávez, descendiente directo del
ospinero Pedro Pérez Delgado –nombre real de Maisanta–, y
que entre ellos se forjara una cordial amistad, mucho antes
de la asonada militar del 4 de febrero de 1982. Me consta
que, no obstante la simpatía despertada en José León por el
joven oficial, este también le producía una cierta
desconfianza, alimentada por su condición, que ya él
conocía, de conspirador que entonces preparaba, y Tapia lo
sabía, un anacrónico golpe de estado.
Alentado por el propio Chávez, y por otros amigos muy
cercanos, José León lanzó su candidatura a diputado de la
Asamblea Nacional Constituyente convocada en 1999. Sin
embargo, su candidatura no fue apoyada por el chavismo, que
tuvo sus propios candidatos, y de hecho él se lanzó solo,
sin respaldo de ningún grupo organizado, contando solamente
con su enorme prestigio en todo el Estado Barinas, ganado
principalmente por su larga trayectoria de médico dotado de
una profunda sensibilidad social, y por su obra
histórico-literaria, escrita toda ella con el deliberado
propósito de llegar preferentemente al pueblo más humilde.
La campaña que él realizó sin la ayuda de nadie, más allá de
sus familiares y uno que otro de sus más entrañables amigos,
dio un resultado para muchos inesperado, pero nada
sorprendente: Tapia obtuvo la más alta votación en todo el
estado.
Su trabajo en la Constituyente fue ejemplar. Allí mismo
comenzó su decepción frente al gobierno de Chávez, que se
mostraba muy distante de lo que él, ideológica y
afectivamente, hubiese deseado. Ni una vez logró que Chávez
lo recibiese siendo constituyente, deseoso como estaba de
darle algunas opiniones acerca de su gestión presidencial.
Discreta pero firmemente se fue produciendo un alejamiento
del novel caudillo de Sabaneta, hasta culminar en 2004 con
su renuncia al Premio Nacional de Literatura,
consciente como estuvo de que se le había otorgado, más que
por sus méritos –que los tenía de sobra–, con propósitos de
cobijarse al amparo de su nombre y su obra con fines de
proselitismo oficialista.
Miguel Otero Silva dijo una vez, en uno de sus versos,
“Cuando muere un niño yo no puedo entender la misión de la
muerte”. Ahora, ante este amigo y compañero que se nos ha
ido antes de tiempo, pudiéramos parodiar ese verso diciendo:
“Cuando muere un hombre bueno, ¿cómo entender la misión de
la muerte?”.