“Esas
mismas escaramuzas universitarias, que se repiten con
frecuencia, explican la lucha entre el presente y el pasado,
entre las ideas y el sistema, entre la fuerza y el
obstáculo, entre la razón y la rutina. Si la juventud quiere
algo, es menester atenderla. Hay equivocación en creer que
va errada la generación que tiene el encargo de continuar la
cadena tradicional del pensamiento. Al fin vence, porque la
bandera es suya, el ejército suyo, y el porvenir su
campamento bien guarnido. El engaño es vuestro: con vosotros
hablo, apóstoles de una religión que ya no existe, hombres
que pretendéis detener a gritos el torrente que salva las
montañas…”. Esto lo escribió Cecilio Acosta, quien tenía
fama inmerecida de conservador, en 1856, hace ciento
cincuenta años. Más que premonitorias, que desde luego lo
son, estas palabras demuestran que las luchas estudiantiles,
como las que han estremecido en los últimos días la
conciencia nacional, no son nada nuevo ni responden a
factores extraños al movimiento mismo, como la
“manipulación” de los jóvenes por los mayores, ni por la
oligarquía, ni por el imperialismo. Son, eso sí, producto de
un impulso generacional, biológico, pero también cívico y
moral, como lo demuestra el carácter cíclico con que
puntualmente se presentan.
En esta ocasión el vigoroso movimiento estudiantil
escenificado en las últimas semanas presenta rasgos
peculiares, que conviene destacar. En primer lugar surge
inesperadamente, lo cual produce una sorpresa general, tanto
en la llamada “oposición”, como en los mismos predios del
chavismo, incluyendo al presidente Chávez, sin duda el
primer sorprendido, lejos como estaba de sospechar siquiera
que tal cosa pudiera ocurrir. Pero lo inesperado no
significa que haya sido una reacción espontánea, sino efecto
de la convergencia de numerosos factores, entre ellos la
sensibilidad y madurez de la joven generación universitaria,
necesitada de dar un paso al frente, ante el agotamiento y
la caducidad de la dirigencia opositora, ruinas de las
generaciones gobernantes durante los 40 años posteriores al
23 de Enero de 1958, y por tanto responsables directos del
estruendoso fracaso de la democracia en ese período, al
margen de los muchos hechos positivos que durante el mismo
se produjeron.
Destaca también que el brote de rebeldía juvenil haya sido
nacional, en una dimensión nunca vista antes, efecto
indudable de la existencia hoy de universidades en los más
apartados rincones del país, fundadas, precisamente, en
aquellas cuatro décadas. Como es también digno de mención el
hecho de que, por primera vez en la historia venezolana, las
universidades privadas hayan participado, junto con las
oficiales, y en algunos casos en rol de protagonistas, en
las manifestaciones ocurridas.
Esto último se acompaña, además, con el hecho de que hayan
desaparecido las antiguas rivalidades que existían entre las
oficiales y las privadas, y los estudiantes y autoridades de
todas ellas se hayan fundido en un gran movimiento
universitario, con toda la amplitud conceptual y moral que
este hermoso vocablo encierra.
Un peligro que hay que conjurar es el de perder la
perspectiva de lo que este movimiento estudiantil significa,
y pretender de él metas y objetivos que no están planteados.
Lo esencial es que de estas acciones se desprendan valiosas
experiencias, que han de rendir sus frutos en las luchas y
acciones venideras, que tendrán, esas sí, efectos decisivos
en el futuro de nuestro país.
* |
Artículo
publicado originalmente en el vespertino Tal Cual |