El
concepto de autonomía universitaria es consustancial
con la idea misma de universidad. Lo delicado y complejo de
la misión que la universidad, considerada en abstracto,
tiene asignada determina que sólo mediante la autonomía las
universidades puedan cumplirla a cabalidad. Esto vale lo
mismo para las universidades creadas y financiadas por el
Estado, erróneamente llamadas “oficiales”, que para las
creadas y financiadas por particulares, conocidas, también
erróneamente, como “privadas”. Una sana doctrina
universitaria debe partir de la idea de que entre las
universidades “oficiales” y las “privadas” no debe haber
diferencia alguna, salvo la de su origen y la proveniencia
de sus recursos financieros. Ambos tipos de universidad
deben ser autónomas, en el sentido de que por ningún
concepto el cumplimiento de sus funciones específicas debe
estar orientado y controlado por los gobernantes de turno,
en el caso de las “oficiales”, ni por las personas,
instituciones o empresas que las crean y mantienen en el de
las “privadas”.
Este hecho originó que la autonomía universitaria
haya nacido históricamente con la universidad misma. Desde
el comienzo, las primeras universidades fueron instituidas
sobre bases autonómicas, con el deliberado propósito de
preservarlas tanto de la influencia política de los
Gobiernos, como del influjo de la Iglesia, institución esta
que tuvo una participación decisiva en la creación de
aquellas primeras universidades.
Lo dicho no significa que por su autonomía originaria las
universidades hubiesen nacido exentas de tendencias
doctrinarias e ideológicas. Ninguna universidad, y en
general ninguna institución educativa, puede funcionar al
margen de las corrientes doctrinarias e ideológicas. Para
eso, independientemente de lo bueno o malo que ello sea,
sería necesario que la enseñanza y la investigación que en
ellas se realicen fuesen totalmente aisladas de la
sociedad. Pero esto sería, además de imposible, una
verdadera aberración. La autonomía no supone que la
universidad autónoma funcione aislada de su entorno social
ni que sea ideológicamente impermeable. Lo que significa es
que los criterios pedagógicos e ideológicos que orienten sus
funciones de enseñanza e investigación no le sean impuestos
desde afuera, ni por personas y entidades extrañas a la
universidad, sino que sean determinados libremente por ella
misma, y sin ataduras dogmáticas a una determinada
corriente, tendencia o credo ideológico, político o
religioso. La autonomía universitaria supone,
necesariamente, pluralidad ideológica y doctrinaria, en el
sentido de que en su seno tengan cabida las más diversas
corrientes y orientaciones del pensamiento científico,
filosófico y social. Lo cual tampoco significa que en las
universidades no se pueda sostener determinadas posiciones
conceptuales y doctrinarias, sino que estas no sean
sustentadas de manera dogmática, ni de forma que excluya o
impida el sostenimiento de otras distintas y aun opuestas a
ellas.
La tradición autonómica de las universidades es universal,
y nuestro país no ha sido la excepción. La universidad
venezolana ha sido autónoma casi desde su nacimiento. La
primera de ellas, conocida durante mucho tiempo como
Universidad de Caracas, su cognomento histórico y
patrimonial, y hoy definitivamente nominada Universidad
Central de Venezuela, nace el 22 de diciembre de 1721,
cuando, por Real Cédula del rey Felipe V, se elevó a la
categoría de universidad lo que hasta entonces había sido
el Colegio Seminario Tridentino de Santa Rosa de Lima.
Posteriormente, a la universidad así creada el rey Carlos IV,
por Real Cédula del 4 de octubre de 1781, le concede la
autonomía, plasmada en la autorización para dictar su
propia constitución y sus reglamentos y para elegir al
rector por el claustro universitario. Esta política
autonomista de la monarquía española se puso en práctica en
todas las universidades creadas en la América hispánica,
siguiendo la tradición iniciada en la Universidad de
Salamanca, primera que se funda en España (comienzos del
siglo XIII), a la cual se le reconocía el régimen
autonómico en las Siete Partidas, del rey Alfonso X
de Castilla, por algo conocido como el Rey Sabio.
Pero la trayectoria de la autonomía universitaria en
Venezuela no ha sido pacífica ni ininterrumpida. Al
contrario, ha tenido diversas y a veces graves alteraciones.
Consolidada la República después de la independencia, el
Libertador, Presidente de Colombia –la llamada Gran
Colombia– promulga el 15 de julio de 1827 los Estatutos
Republicanos, elaborados por la propia Universidad de
Caracas, en los cuales se reitera el principio autonómico,
y se dota a esa casa de estudios de un conjunto de haciendas
y otros bienes productivos, para que con sus rentas
financiaran sus actividades. Lo cual significa que, además
de autónoma, la universidad sería financieramente
autárquica, y por tanto independiente.
Pero posteriormente la universidad va a ser víctima
frecuente de la agresión oficial, paradójicamente tanto por
gobiernos conservadores y reaccionarios, como por otros
supuestamente liberales y progresistas. Que la autonomía
estorbe a gobernantes conservadores y autoritarios es
natural. Lo curioso es que con frecuencia líderes políticos
de avanzada, y aun de izquierda, afectos a la autonomía
de las universidades, inscrita como principio medular en sus
prédicas durante sus luchas por el poder, una vez llegados a
este traicionan ese principio, y se convierten en enemigos y
depredadores de la autonomía.
Durante el siglo XIX la universidad venezolana sufrió
serias agresiones a su autonomía, por parte de
gobernantes que buscaban valerse de ellas en favor de sus
intereses y designios. La primera de ellas ocurrió en 1849,
bajo el gobierno liberal de José Tadeo Monagas, y alcanzó
límites verdaderamente grotescos. En el Código de
Instrucción Pública dictado entonces se dispuso que “no
podrán proveerse las cátedras en propiedad, ni en
interinato, en personas desafectas al Gobierno Republicano o
sospechosas de su amor al espíritu democrático del sistema
de Venezuela (…) También podrá el Poder Ejecutivo, usando
de la facultad gubernativa, remover de sus cátedras a los
catedráticos que fueren desafectos al Gobierno o del
espíritu democrático del sistema de la República”.
Más tarde otro gobernante liberal y supuestamente
revolucionario, el general Antonio Guzmán Blanco, por
decreto del 24 de setiembre de 1883, dispuso que “El rector
y el vicerrector [de las universidades] serán nombrados
libremente por el Ejecutivo, que nombrará también a los
catedráticos, de ternas propuestas por el rector”. En
decretos posteriores Guzmán despoja a las universidades de
sus bienes propios, obligándolas “a la venta de todas sus
propiedades urbanas y rurales”, y disponiendo que en lo
sucesivo las universidades cubrirían sus gastos con los
aportes que anualmente se les asignase en el Presupuesto
Nacional. Con lo cual se establece un sistema de
financiamiento perverso, que, aun existiendo la autonomía,
entraba, mediatiza y muchas veces aniquila el sistema
autonómico, toda vez que deja en manos del Gobierno un
instrumento infalible de chantaje y control de las
universidades, mediante la fijación a su antojo de los
recursos que han de otorgárseles, y la entrega de los
recursos asignados en la Ley de Presupuesto por
mensualidades, los inquietantes dozavos, librados
discrecionalmente y a su capricho por los correspondientes
funcionarios.
Ya en el siglo XX la autonomía universitaria continuó
totalmente ausente bajo las dictaduras de Cipriano Castro y
Juan Vicente Gómez, que abarcaron los primeros treinta y
cinco años del siglo. Bajo la férrea tiranía gomecista fue
tan riguroso el control gubernamental, que el movimiento de
reforma universitaria de Córdoba, iniciado en 1918, de honda
repercusión en casi todo el Continente, en nuestro país
apenas se hizo sentir muy tímidamente y sin efectos
prácticos en el gobierno de las universidades.
Fue en 1940, bajo el gobierno del Gral. Eleazar López
Contreras, siendo Ministro de Educación Nacional el Dr.
Arturo Úslar Pietri, cuando, al dictarse una nueva Ley de
Educación, se restituyó parcialmente la autonomía.
Fue una tímida reforma, que, sin embargo, significó un paso
de avance. No obstante, duró poco el ensayo. En 1943, al
reformarse la Ley de Educación, bajo el gobierno del
Gral. Isaías Medina Angarita y el ministerio del Dr. Rafael
Vegas, se restableció la facultad del Poder Ejecutivo de
designar y remover libremente las autoridades
universitarias, además de algunas otras disposiciones
relacionadas con la designación de los profesores, con
desconocimiento del principio autonómico.
El derrocamiento del Gral. Medina Angarita, el 18 de octubre
de 1945, abrió una nueva etapa en la historia de Venezuela.
En abril de 1946 el nuevo rector de la Universidad Central,
Dr. Juan Oropesa, designa una comisión encargada de elaborar
un proyecto de estatuto universitario. La forman los
doctores Rafael Pizani, quien la preside, Eduardo Calcaño,
Raúl García Arocha, Francisco Montbrún y Eugenio Medina, y
un representante estudiantil, el Br. Alejandro Osorio. Es la
primera vez en nuestro país que oficialmente se toma en
cuenta al estudiantado en relación con el gobierno y
administración de las universidades.
El proyecto de la comisión contemplaba una amplia autonomía,
no sólo en cuanto al gobierno universitario, sino también en
lo financiero y administrativo y en el de la libertad de
cátedra. Desafortunadamente, la saludable doctrina que la
inspiraba no fue acogida por la Junta Revolucionaria de
Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt –quien, como
dirigente de la Generación del 28, había sido un
fervoroso propulsor de la autonomía–, y el Estatuto,
dictado el 28 de setiembre de 1946, firmado también, como
miembros de la Junta, por otros entusiastas partidarios de
la autonomía universitaria en un pasado aún reciente,
Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Luis Beltrán Prieto y Edmundo
Fernández, estableció que “El Rector, el Vicerrector y el
Secretario son de libre designación y remoción del Ejecutivo
Federal”.
Las razones para esta negación de la autonomía se
centraron en el argumento de que en el Claustro de las
universidades se había ido imponiendo una concepción
reaccionaria, que era necesario remover, para dar paso a
autoridades progresistas y a un clima acorde con los nuevos
aires supuestamente revolucionarios que en el país se
respiraban. Argumento discutible, de indudable falacia.
Sin embargo, el Estatuto de 1946 estableció, por
primera vez en el país, la representación de los estudiantes
en el Consejo Universitario, los Consejos de Facultad y las
Asambleas de Facultad. Igualmente, y como paso de avance muy
significativo, consagró también la libertad de cátedra,
consustancial con el concepto de autonomía universitaria.
No obstante sus aspectos positivos, aun no siendo
autonómico, la aplicación del Estatuto de 1946 generó
graves problemas, no sólo ni tanto por su contenido, sino
mas bien como repercusión en el ámbito universitario del
clima político que la nueva situación del país, a raíz de la
arrogantemente llamada Revolución de Octubre, había creado,
situación caracterizada por el populismo y la demagogia de
los círculos gubernamentales. Además, se trasladó a las
universidades el clima de sectarismo y de pugnacidad que
imperó en todo el país durante los tres años de la Junta
Revolucionaria de Gobierno y los nueve meses de la
presidencia de Rómulo Gallegos. Tal situación determinó que
en poco tiempo la universidad como institución, y su régimen
de gobierno, cayesen en un profundo desprestigio ante la
opinión pública nacional.
En noviembre 1948, una vez derrocado el presidente Gallegos,
se inicia una etapa de graves convulsiones en la vida
universitaria, que culmina un año después con la
intervención de la UCV, la remoción de sus autoridades,
encabezadas por el rector Dr. Julio de Armas, la destitución
de más de 140 profesores y la expulsión de 137 estudiantes.
Lo cual agrava el conflicto y hace ingobernable la
Universidad, por lo que la dictadura decide el cierre de la
UCV.
Más de un año duró la suspensión de las actividades. En
julio de 1953 se dictó una nueva Ley de Universidades
Nacionales, que aniquiló todo vestigio de autonomía
universitaria. En agosto de ese mismo año se designó a
las autoridades y se reiniciaron las actividades, en una
nueva etapa signada por conflictos de diversos grados de
importancia, hasta culminar con la caída de la dictadura, en
enero de 1958, en la cual el estudiantado universitario
desempeñó un papel estelar.
Uno de los actos más importantes de la Junta de Gobierno que
sustituyó al dictador, ya presidida por el Dr. Edgar
Sanabria, de honorable y dilatada trayectoria universitaria,
fue dictar una nueva Ley de Universidades, la misma
que, con algunas reformas, sigue vigente.
Hasta su reforma parcial, en 1970, esta Ley de
Universidades consagró de la manera más amplia la
autonomía. En ese sentido fue única en el mundo y en la
historia de la autonomía universitaria, porque aun en
los sistemas autonómicos más avanzados siempre ha habido
algún resquicio legal que permite a los gobiernos intervenir
en la dirección y funciones de las universidades. En cambio,
mientras nuestra ley no fue reformada en ese sentido, el
único expediente del Gobierno venezolano para inmiscuirse en
la vida de las universidades fue la violación de la
autonomía y la intervención de facto, de evidente
carácter ilegal. Que fue precisamente lo que ocurrió en 1960
y en 1970.
En 1969 estalló en la UCV un amplio movimiento de reforma,
conocido con el nombre de Renovación Académica. que
alcanzó niveles muy radicales, especialmente en ciertas
facultades y escuelas. Entre sus objetivos la Renovación
perseguía la revisión de los planes y programas de estudio;
la llamada auditoría académica, por la cual los
estudiantes harían la evaluación de sus profesores en razón
de sus condiciones éticas y de su rendimiento académico; la
ampliación de la representación estudiantil en las funciones
electorales y de cogobierno, hasta hacerla paritaria con la
de los profesores, y la participación de los empleados y
obreros de la Universidad en dichas funciones.
El movimiento de Renovación alarmó, no sólo al
gobierno, presidido por el Dr. Rafael Caldera, y a su
partido COPEI, sino también al partido Acción Democrática,
que estaba en la oposición, pero tenía una fuerza decisiva
en el Congreso Nacional. La situación en la UCV se tornó
crítica, y el Gobierno, al parecer por presión militar,
decidió violar la autonomía e intervenir la
Universidad, ocupando militarmente todas sus dependencias.
Previamente a ello, los partidos COPEI y Acción Democrática
se acordaron para realizar en el Congreso una urgente
reforma de la Ley de Universidades, promulgada el 8
de setiembre de 1970. Aunque esta reforma mantuvo el
sistema autonómico, disminuyó bastante sus alcances y su
eficacia, en aras de un mayor poder de injerencia del
Gobierno en la vida de las universidades.
La reforma debilitó o cercenó diversos aspectos de la
autonomía. Lo más grave fue establecer la potestad
gubernamental para destituir las autoridades universitarias.
El allanamiento y ocupación militar de la Universidad se
consumó el 29 de noviembre de 1970. Al amparo de la ley
reformada se destituyó a las autoridades, encabezadas por el
rector Dr. Jesús María Bianco, y se designó autoridades
interinas. Estas no pudieron asegurar la normalización de la
UCV, y a duras penas fueron capaces de conducir a unas
elecciones en que resultó electo rector el Dr. Rafael José
Neri, lográndose una gradual normalización de las
actividades universitarias a partir de 1972.
Justo es reconocer que, pese al carácter antiautonómico de
las reformas de 1970, nuestras universidades han podido
gozar hasta el presente de su autonomía, sin duda
porque los sucesivos gobiernos, una vez superadas las
circunstancias traumáticas que dieron paso a esas reformas,
han respetado en lo esencial el principio autonómico. Sólo
en el aspecto financiero se ha entrabado el normal desempeño
de las universidades, regateándoles los aportes
presupuestarios.
Finalmente, el largo proceso cumplido en nuestro país por la
autonomía universitaria tuvo su feliz culminación en
1999, cuando, en la Constitución dictada ese año se
consagró, en los términos más amplios, el régimen
autonómico, tal como se define en el art. 109: “El
Estado reconocerá la autonomía universitaria como principio
y jerarquía que permite a los profesores, profesoras,
estudiantes, egresados y egresadas de su comunidad dedicarse
a la búsqueda del conocimiento a través de la investigación
científica, humanística y tecnológica, para beneficio
espiritual y material de la Nación. Las universidades
autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y
la administración eficiente de su patrimonio bajo el control
y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se
consagra la autonomía universitaria para planificar,
organizar, elaborar y actualizar los programas de
investigación, docencia y extensión. Se establece la
inviolabilidad del recinto universitario. Las universidades
experimentales alcanzarán su autonomía de conformidad con la
ley”.
¿Significa todo esto que la autonomía universitaria,
ahora con rango constitucional, es perfecta, y que en
nuestro país ha funcionado cabalmente? De ninguna manera.
Son muchos los vicios y fallas que en cada universidad se
han acumulado en los casi cincuenta años de ejercicio
autonómico. No es esta la ocasión de analizarlos y
censurarlos, aunque hacerlo es necesario y saludable, y
deberá hacerse oportunamente. En todo caso, la autonomía
universitaria, como toda creación humana, es susceptible
de errores, pero también es perfectible.
El concepto de autonomía universitaria plantea un
agudo problema que casi nunca se aborda con la sinceridad
necesaria. Me refiero a la relación de las universidades con
el Estado, y en especial con los gobiernos de turno. Como
dije antes, es sintomático que muchos políticos, mientras
son ajenos o de oposición al Gobierno se muestran fervientes
partidarios de la autonomía universitaria, pero
cuando llegan al poder se convierten en sus enconados
enemigos. La tentación totalitaria de que se ha
acusado a los regímenes de izquierda y socialistas no es
exclusiva de estos. También muchos gobiernos y partidos
democráticos, aunque no sean definida o tentativamente
izquierdistas ni socialistas, suelen experimentar la
necesidad de controlarlo todo, y de ejercer su dominio sobre
todas las instituciones sociales, con la coartada de poner
los recursos del Estado al servicio del progreso y del
bienestar del pueblo. Parece que ningún gobierno, cualquiera
que sea su orientación ideológica, tolera que una
institución como la universitaria, a la que, además,
financia, sea incómodamente crítica frente a las políticas
oficiales, sin darse cuenta de que tal comportamiento de las
universidades, antes que dañar las funciones de gobierno,
mas bien busca corregirlas y mejorarlas cuando ello sea
menester. Se da así la paradoja de que la autonomía
universitaria sea mal vista tanto por los gobiernos de
derecha, como por los de izquierda, y en especial, por
supuesto, por las dictaduras, sean del signo ideológico que
sean.
Esta paradoja es particularmente notoria en el caso de los
gobiernos revolucionarios, sobre todo cuando este
calificativo no les es discernido desde afuera y en virtud
de sus logros y ejecutorias, sino que son ellos mismos los
que así se califican. No hay político supuesta o realmente
revolucionario, sobre todo en Hispanoamérica, que no incluya
la autonomía universitaria en su equipaje ideológico,
y hasta hacen de ella una de sus más preciadas consignas
políticas. Sin embargo, al llegar al poder parecieran
percatarse de que la autonomía estorba a sus
propósitos revolucionarios, en la medida en que les impide
convertir las universidades en instrumentos sumisos de sus
propósitos.
Mas no tiene por qué ser así. Todo gobierno, sea de derecha
o de izquierda, necesita instituciones con una actitud
severamente crítica ante las políticas oficiales. Tal es la
función, en una democracia normal, de los partidos de
oposición y los medios de comunicación. Pero estos la
ejercen desde una posición política, aunque, en el caso de
los medios, no necesariamente partidista. Los partidos de
oposición, obviamente, cumplen su función crítica y
contralora frente al gobierno en razón de su carácter de
alternativa, de su propósito de sustituirlo conforme a las
reglas democráticas. Los medios de comunicación, aun siendo
independientes de los partidos, cumplen también su rol desde
una perspectiva política, y en virtud de unos intereses
determinados, no siempre execrables ni tendenciosos.
Muy distinta es la misión crítica y contralora de las
universidades. Esta elevada misión está muy bien definida en
el artículo 2 de la Ley de Universidades: “Las
Universidades son Instituciones al servicio de la Nación y a
ellas corresponde colaborar en la orientación de la vida del
país mediante su contribución doctrinaria en el
esclarecimiento de los problemas nacionales”. Entiéndase
bien, son instituciones “al servicio de la Nación”, no del
Gobierno de turno, ni mucho menos del partido o la persona
que lo ejerzan. Además, su contribución es esencialmente
doctrinaria, y en consecuencia tiene que estar al margen
de la diatriba política y/o ideológica que sí es propia de
los partidos y de los medios de comunicación. Y resulta
obvio que, para que las universidades cumplan cabalmente tan
importantes fines, necesitan gozar de la más amplia y
fecunda autonomía. Esta no tiene por qué reñirse con
el carácter de instituciones del Estado que tienen las
universidades.
Un Gobierno verdaderamente revolucionario no puede temer a
la autonomía universitaria. Es más, necesita de ella
como fuente del oxígeno que requiere para vivir. El mejor
negocio que puede hacer un gobierno revolucionario es
mantener con las universidades unas relaciones respetuosas y
fecundas, de mutua cooperación, sin temor a las disensiones
y controversias que en el desarrollo de ellas puedan y deban
generarse. Esto es particularmente importante hoy, cuando
las revoluciones políticas, si han de ser auténticas, no
pueden prescindir de los avances de las ciencias y la
tecnología. Y es obvio que las universidades son
fundamentales en el desarrollo científico y tecnológico, no
sólo porque es misión primordial de ellas “crear, asimilar y
difundir el saber mediante la investigación y la enseñanza”,
como reza el artículo 3 de la Ley de Universidades, sino
también porque en su seno deben formarse las legiones de
profesionales y técnicos de todas las disciplinas, sin cuyo
concurso ningún gobierno ni ninguna revolución pueden llevar
a cabo sus planes y programas.
Correlativamente, el más grande error que pueden cometer un
gobierno y/o una revolución es tratar de imponer su dominio
sobre las universidades, pasando por encima de su
autonomía. De intentarlo, chocarán de frente con un
profesorado y un estudiantado que tradicionalmente han sido
muy celosos en la defensa de su independencia, en virtud de
una antiquísima tradición universal, y que en nuestro país
ha tenido episodios de indiscutible valor histórico. Y en
consecuencia, el Gobierno y/o la revolución que de tal modo
actúen, jamás conseguirán hacer de las universidades
instrumentos ciegos y sumisos de sus designios, y, en
cambio, se privarán del enorme y valioso aporte que ellas
podrían ofrecer para el cabal cumplimiento de los fines
gubernamentales y/o revolucionarios.
Es crucial para el destino de las universidades
venezolanas, lo mismo que para el cabal desempeño ante
ellas de los organismos del Estado y del Gobierno, definir
la relación que deba existir entre la autonomía
universitaria y el sistema socialista que supuestamente
se está tratando de construir en Venezuela. La confusión
ideológica que el proceso político durante los últimos ocho
años ha producido en nuestro país, ha generado un inmenso
desprestigio de la doctrina y del sistema socialistas, a
los cuales se tiende a definir como esencialmente
antidemocráticos. Nada, sin embargo, más falaz. Ello implica
una equivocada identificación del socialismo con el
totalitarismo, confusión alimentada por la
experiencia de los regímenes del llamado socialismo real
que imperó en numerosos países durante un buen trecho del
siglo XX. Mas la verdad es que frente al socialismo
totalitario, emblematizado principalmente por la
grotesca deformación estalinista, se erige un socialismo
democrático y humanista, ajeno por definición a las
prácticas autoritarias, aunque siempre imperfecto, como
toda creación humana. Nada hay en la teoría política que
demuestre que el auténtico socialismo es por definición
antidemocrático, y las dictaduras vividas en diversos
países, supuestamente basadas en regímenes socialistas, sólo
han sido monstruosas deformaciones y adulteraciones de los
principios del socialismo, que si se aplicasen sin los
vicios y defectos de aquellas dictaduras, conducirían a
gobiernos justos, esencialmente democráticos y
humanísticos.
Ningún sistema político-social requiere de la autonomía
universitaria como el verdadero socialismo, sin
apellidos ni calificaciones, puesto que el conocimiento
científico y tecnológico tiene que ser, necesariamente, uno
de sus instrumentos fundamentales en el propósito de fundar
una nueva sociedad, libre de penurias y de injusticias. Y el
fomento de las ciencias y de la técnica es función
primordial de la universidad autónoma y democrática. Sólo
las dictaduras primitivas y el autoritarismo totalitario
pueden ser refractarios a la autonomía universitaria.
¿Que esto es una utopía? Puede ser. Después de todo
la utopía ha sido el verdadero motor de la historia.
Y es definitorio del espíritu humano no conformarse nunca
con lo que se tenga, por bueno que sea, sino aspirar siempre
a algo mejor.
(Conferencia leída en la
Universidad Simón Bolívar el 13/7/07)