Con el
término de la guerra fría a principios de los noventa, gran
parte del mundo intelectual liberal y en menor medida
también de izquierda tradicional, pareció creer que la lucha
por las ideas había terminado con la victoria definitiva del
capitalismo democrático. El paradigma de esta mentalidad
victoriosa en torno al capitalismo fue la célebre tesis del
“fin de la historia”, de Francis Fukuyama. Según Fukuyama,
el sistema de mercado y la democracia habían llegado para
quedarse definitivamente. Se trataba del triunfo inapelable
del esquema del mundo libre no sólo en la práctica, sino
también a nivel teórico. Los hechos parecían darle la razón
a Fukuyama. Mientras en Europa los regímenes comunistas se
desplomaban y comenzaban profundas reformas democráticas y
pro mercado, en América Latina se abrazaban las medidas
liberales del Consenso de Washington como solución a los
estragos causados por el enfoque estatista y la denominada
teoría del “desarrollo hacia adentro”.
En Asia ya
era claro que China abrazaba con cada vez mayor intensidad
el modelo de desarrollo capitalista que, según Friedman,
posiblemente terminaría instalando la democracia en la
potencia comunista. Después se sumarían con igual fervor
libremercadista países como Vietnam e India los que eran
precedidos por el éxito notable de Japón y Corea del Sur.
Por su
parte Rusia comenzaba un dificultoso avance hacia el sistema
capitalista y la apertura económica, instaurando elecciones
libres por primera vez en su historia.
Todo
parecía indicar que con el fin de la guerra fría ya no era
necesario continuar defendiendo las ideas liberales, pues el
enemigo ideológico, encarnado por el socialismo, se había
desmoronado. La consecuencia de ello fue que gran parte de
las energías y recursos antes dedicados a promover las ideas
de intelectuales como Hayek, Ludwig von Mises, Friedman,
Bastiat y otros, se redirigieron hacia los problemas
concretos de productividad y políticas públicas. En muchas
universidades el pensamiento económico pasó a ser olvidado y
reemplazado por cursos de estricto enfoque productivista
mientras think tanks liberales abandonaban paulatinamente la
lucha de las ideas para dedicarse a las políticas públicas y
las recetas macroeconómicas. La creencia de que el sistema
capitalista era definitivo, que el consumo calmaría a las
masas y que la democracia ya no sería puesta en duda estaba
instalada. Se olvidó así el fundamento de los sistemas
basados en la libertad, que consiste en el consenso en torno
a determinadas ideas.
Una década
y media más tarde, con el consenso resquebrajado vemos cómo
han reaparecido en América Latina ideas que se pensaban
completamente superadas, proyectos socialistas autoritarios
y medidas económicas que han probado su fracaso hasta la
saciedad. Mientras tanto en el mundo entero una ola de
estatismo se apodera de políticos e intelectuales, de la
mano del anunciado “fracaso del sistema capitalista”.
Naturalmente este último fenómeno se explica por la crisis
sub prime, pero sería un error pensar que las ideas
antiliberales han resurgido con ella. La verdad es que estas
no desparecieron con el fin de la guerra fría y ya habían
recobrado vigor, especialmente en América Latina, con
anterioridad a la crisis económica.
Así las
cosas, en pleno siglo XXI el fantasma estatista amenaza
nuevamente las ideas de libertad. Y la única forma de
hacerle frente a esta amenaza es recuperando posiciones en
la lucha por las ideas, pues como sostuvo Ludwig von Mises,
no es ignorando las ideas socialistas como se las derrota,
sino refutándolas.
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Investigador, Instituto Democracia y Mercado |