Cuando
el año pasado se estrenó en Cuba la película La vida
de los otros, que narra las operaciones del servicio
de inteligencia de Alemania del Este (la temible Stasi)
durante la era comunista, se puso de moda entre los
habitantes de la isla un chiste que hacía referencia a su
propia condición.
Los cubanos, acostumbrados a casi 50 años de dictadura
socialista, ausencia de derechos civiles y supervisión
continua de un Estado policial, comenzaron a referirse
abiertamente al filme del realizador germano Florian Henckel,
medio en broma, medio en serio, como "la vida de nosotros".
En Venezuela, la proyección del largometraje puso a sudar
frío a más de uno y a otros les hizo recordar su ya lejana
experiencia con el socialismo real. Pero en general, a todos
nos dejó la sensación de una malsana profecía orwelliana en
proceso de gestación.
Ahora, con la aprobación del decreto ley del Sistema
Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, la profecía
parece estarse concretando; haciéndose realidad, pues.
Lamentablemente para nosotros, el último producto de la Ley
Habilitante no promete una adaptación bolivariana de la
Rebelión en la granja vía gallineros verticales, sino la
instauración de un modelo de Estado policial que recuerda
más la autocracia futurista descrita en 1984. No
pocas voces han alertado ya contra la norma que en su
artículo 2 convierte a todos los ciudadanos venezolanos en
potenciales agentes al servicio del Gobierno cuando posean o
tengan acceso a información "de interés estratégico para la
nación".
Es lo que algunos llaman la institucionalización del sapeo y
lo que es peor, la subordinación de la sociedad al servicio
de la Inteligencia del Estado. Por supuesto, será el
chavismo desde las alturas del poder el que decida lo que
resulta "de interés" para un Estado en proceso de
recentralización, en el que, como bien escribió Margarita
López Maya el domingo, los únicos sujetos políticos son el
Líder, el Partido Único y un Poder Popular no electo
controlado por el Ejecutivo.
Más
preocupante aún resulta el artículo 20, que consagra para
los cuerpos de inteligencia el derecho de recabar
información, adelantar diligencias y obtener pruebas por
cualquier medio y "sin requerir orden judicial o fiscal
alguna". Dichas "pruebas" podrán ser "libremente
incorporadas al proceso judicial pertinente", según la ley,
e incluso ser mantenidas bajo confidencialidad o secreto
(hasta para el propio imputado) si la seguridad y defensa de
la nación se ve comprometida.
Lo más grave de la nueva ley es que dota a un Gobierno que
camina aceleradamente hacia la autocracia, de una
arquitectura jurídica para concretar lo que hasta ahora solo
se ha logrado a través del discurso presidencial: la
criminalización de la disidencia y la oposición.
Dependiendo de quién y cómo interprete la norma, cualquier
actividad de la sociedad es o puede ser sospechosa de
atentar contra la seguridad de la nación. El propio
Presidente sostiene que la oposición es golpista y la acusa
de tener un plan para matarlo y otro para dividir al país.
En definitiva, presenciamos la concreción de la política que
hace seis años insinuó el streep per y ex
director de la Disip, Eliécer Otaiza: El estado general de
sospecha.
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Artículo
publicado originalmente en el vespertino
Tal Cual |