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¿Hacia donde llevan a Bolivia?
por Germán Carrera Damas
domingo, 16 diciembre 2007


El oficio de profeta ni goza de buen crédito ni es en sí saludable para quien intente ejercerlo. No es necesario escarbar mucho la historia para comprobar este aserto: ¡El más triste destino del profeta es, ciertamente, llegar a ver realizarse su profecía! Sobre todo cuando los efectos de esa realización le abarcan, y tal es mi caso por ser criollo, como ha de verse.

Pero, hay modos y maneras de practicar ese arriesgado oficio. Se extienden desde traducir la inspiración divina hasta ejercitar el sentido histórico. Aunque estas potencias difieren en cuanto a la fuente de su legitimidad, no cabe ignorar que tienen en común una buena porción de inspiración. Sin embargo, sobrevive una diferencia fundamental entre la inspiración divina y el sentido histórico. La primera es súbita, perfecta e infalible. El segundo se gesta lentamente, está cargado de imperfecciones y es falible. Sin embargo, ambos son necesarios. La primera para alimento del espíritu. El segundo para el del intelecto.

Por esta ultima razón, y desoyendo el consejo de maestros historiadores tan versados como prudentes, algún impetuoso historiador termina por ceder a la tentación de profetizar. Esto sucede, seguramente, porque en su ánimo prevalece el resultado de una comprobación. La de que, en el fondo espiritual de su oficio, al historiador le interesa el pasado, pero le interesa más el presente y le interesa sobre todo el futuro. Este juego de los tiempos hace que toda historia termine por ser historia contemporánea, en el sentido de estar abierta hacia el futuro, más que hacia el pasado.

Pero ocurre otra particular expresión de la manera sui géneris como el historiador puede contemplar, estudiar e interpretar el presente. Ella es verlo como una situación en la cual pasado y futuro se conjugan originando variables cuyo dinamismo, al ser percibido por el historiador en uso del sentido histórico, termina por radicar en él la concepción del presente entendido, no como un puente entre el pasado y el futuro, sino como el espacio-tiempo en el cual ambos momentos del tiempo histórico no se enfrentan sino se conjugan, planteándosele de esta manera al historiador la dificilísima tarea de interpretar el sentido y la marcha de esa conjugación.

Mas, por si fueran pocas las dificultades ya enunciadas y someramente comentadas, queda una cuya importancia no podría ser exagerada. Trátase de la inmersión, directa o no, inmediata o tardía, del historiador en la situación que debe estudiar e interpretar. Y esta inmersión puede ser como participante  o como resultante de las modalidades de la conciencia histórica.

Esto último sucede cuando un historiador latinoamericano estudia las sociedades aborígenes, situándolas en la evolución de su inserción en la sociedad implantada, y trata de interpretar la dinámica de tal inserción. Si pertenece a una sociedad de denso componente aborigen, el historiador pagará tributo a la dificultad de percibir en lo cotidiano la posibilidad de lo extraordinario, en un sentido de cambio. Si no pertenece a una sociedad de fuerte componente aborigen, el fenómeno ideológico que denomino la conciencia criolla se encargará de compensar esa falta de cotidianidad, en el sentido de servir de filtro que impida la percepción de lo extraordinario en lo ordinario.

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En 1968, luego de proyectar lo percibido, -no sólo lo observado-, durante un viaje por la América andina, sobre una prolongada experiencia mexicana y guatemalteca, y en función de cierto esfuerzo histórico-crítico, basado en parte en el estudio de los Balcanes y particularmente de Albania, en relación con la dominación allí ejercida por el Imperio Otomano, me atreví a expresar, en el seno del Equipo Socio histórico de CENDES, que entonces coordinaba, mi convicción de que en un futuro más cercano que lejano algunas de las sociedades aborígenes podrían reanudar su curso histórico. Obviamente, me refería sobre todo a quechuas, aimaras, mayas, zapotecas y goajiros colombo-venezolanos. Las discusiones suscitadas por esta proposición contribuyeron a su afinamiento y consolidación.

De manera que cuando recibí de UNESCO el encargo de formular el documento que titulé “Lineamientos metodológicos para una Historia General de América Latina”, fechado Caracas, 14 de octubre de 1981, apunté como una de las tareas primordiales de la nueva Historia, cuya elaboración se emprendería, la de “contribuir a restablecer la historicidad de las sociedades aborígenes y afroamericanas”.

Quizás sea la explicación válida de este compromiso intelectual y científico el propósito de satisfacer una necesidad historiográfica: “Rescatar la perspectiva histórica del largo período americano, representado por las sociedades aborígenes, viéndolas como un continuo social y no como un antecedente o como un complemento del proceso de implantación de nuevas sociedades”.

Desde el momento mismo de la empresa de descubrimiento, conquista y colonización, adelantada por los europeos, -en no pocas ocasiones con auxiliares aborígenes-, la resistencia de los primitivos pobladores se expresó y perseveró asumiendo diversas formas. Pero cabe una observación que creo muy significativa:

“Las coyunturas políticas recientes, locales americanas y universales europeas, actúan como variables en este proceso, con el saldo global de que disminuyen las posibilidades de extinción  de las sociedades aborígenes y se acentúa la brecha que separa a las sociedades implantadas criollas del contexto europeo original. Pero hay un cambio fundamental en el cuadro interno que transforma la situación general: la recuperación de las sociedades aborígenes en sentido demográfico, cultural y político, contraría, hasta anularla, la concepción fatalista respecto de ellas, propia del proceso de implantación. En una proyección histórica abierta ya no cabe descartar la posibilidad de que algunas sociedades aborígenes reasuman [reanuden] su curso histórico; no entendido, obviamente, como un retorno al siglo XVI, pero en todo caso superando la inserción criolla como representativa del conjunto”. (Véase: Germán Carrera Damas, De la dificultad de ser criollo. (Colección Tierra Nuestra). Caracas, Grijalbo, 1993, pp. 139-144).

Desarrollando este enfoque de lo que habría de ser la Historia General de América Latina, en la “Introducción general”, que corre en cada volumen de la misma a partir del 1º, publicado en Madrid por UNESCO-Editorial Trotta, en 1999, se asienta, respecto de las dificultades encontradas en la realización de los objetivos metódicos y conceptuales:

“Nuestro propósito de componer una historia de sociedades tropezó pronto con una realidad histórica que en muchos aspectos alcanzó a prevalecer. Ella es que la historia de las sociedades latinoamericanas, criollas y aborígenes, ha sido escrita y cultivada en correspondencia con el proceso de conformación social hegemónica del criollo latinoamericano. Naturalmente, esto vale no sólo para la comprensión y la explicación de la historia. Vale también para el acopio y la presentación de las fuentes, así como para la orientación de los proyectos de investigación. De esta manera, en muchas ocasiones, como seguramente lo apreciará el lector, la presencia histórica de las sociedades no criollas se debilita, e incluso queda subordinada a la de las sociedades criollas. Me niego a aceptar la fácil explicación de este hecho consistente en que ello sucede porque las sociedades criollas son el motor de los complejos sociales latinoamericanos. Viene más a la razón el observar que en éstos se da una desigualdad de ritmos históricos. Rechazo la creencia, aunque generalizada, del estancamiento de alguno de sus componentes. En todo caso rechazo esta ultima creencia por cuanto ella lleva en la práctica social a pronunciar la  más prejuiciada sentencia contra las sociedades aborígenes, tradicionalmente vistas por las sociedades criollas como responsables del atraso social y de los obstáculos encontrados por los intentos de progreso. Quizás ha escapado a la atención de quienes han puesto empeño en refutar esta prejuiciada interpretación, asumiendo la defensa del indígena y abonando la exaltación de su contribución cultural, el señalar que la verdadera causa de tal dificultad radica en el modo como las sociedades criollas y aborígenes se relacionan en la mentalidad del criollo, puesto que el papel de la mentalidad aborigen en él sigue siendo materia más de supuestos y deducciones  que de conocimiento”.

En consecuencia, este cuadro, en el cual se articulan y combinan determinantes de diferente naturaleza, pero que están orgánicamente vinculadas en la historicidad de las sociedades aborígenes, se ha vuelto particularmente preocupante y hasta alarmante. En efecto, al ser contaminada esta penosa coexistencia por corrientes políticas que no guardan correspondencia con la legitimidad histórica de la reanudación de su curso histórico por algunas de las sociedades aborígenes, hasta llegar a desvirtuar esa reanudación en su justa motivación, tanto estas sociedades como las sociedades criollas, históricamente vinculadas, pueden encarar graves desarrollos que lleven a recordar el trágico desenlace de las numerosas rebeliones aborígenes, o quizás hasta a permitir  evocar lo ocurrido en algunas de las nuevas naciones africanas:

“Se ha formado de esta manera entre las sociedades aborígenes y las criollas, una brecha que ha resistido los esfuerzos de los creadores literarios y artísticos, al igual que los de mentes científicas y filósofos sociales. También las corrientes ideológicas y políticas de reciente curso han pretendido llenar esa brecha. El curso actual de las sociedades aborígenes latinoamericanas ha experimentado la intrusión, por lo general depredadora, de tales intentos. De esta manera esas sociedades siguen siendo hoy, en términos generales, la arena en la cual se barajan concepciones generadas en el seno de las sociedades criollas a lo largo de cinco siglos de dominación. Si no como doctrinas formuladas expresamente, sí como práctica vigente socialmente, esas concepciones se corresponden con la yuxtaposición de tiempos históricos, perceptible en algunas de las sociedades latinoamericanas. Forman la gama que se extiende desde la acción misionera, -ella misma reveladora de esa yuxtaposición de tiempos históricos-, hasta los tratamientos antropológicos experimentales actuales. Pero, de manera general, puede decirse que el núcleo del relacionamiento de las sociedades criollas con las sociedades aborígenes, formado en el siglo XVI, se mantiene: está compuesto por las acción simultánea de misioneros, comerciantes-rescatadores, soldados pobladores y funcionarios expoliadores. A los cuales se han sumado en los últimos años los promotores de causas políticas en búsqueda de seguidores”. (pp. 18-19).       

 Como culminación de esta línea de interpretación histórica, me permito incluir un fragmento de mi ensayo, fechado Caracas, abril de 2005, que forma parte del volumen intitulado “Condiciones de la democracia en América Latina”, coordinado por el destacado investigador social Profesor Waldo Ansaldi, actualmente en proceso de edición en la República Argentina:

“Cabe apuntar, aunque sea de manera sumaria, que es justamente en relación con la existencia de los Estados nacionales como se están gestando tres grandes retos para la democracia latinoamericana, a los cuales no parece que se les esté prestando la debida atención.

“El más inmediato de esos retos, y potencialmente el más cargado de consecuencias que pueden resultar altamente traumáticas, es la históricamente próxima reanudación de su curso histórico por algunas sociedades aborígenes, o de origen negroafricano, siguiendo una derrota sociopolítica que partiendo de la reivindicación in solidum de su cultura y  religión, pasa por la autonomía para llegar al Estado plurinacional, si es que no va más allá. La experiencia del Estado seudo socialista de Nicaragua, en esta materia, reveló un claro tinte estalinista. A su vez, el menos estridente ensayo socialista en Chile subestimó la legitimidad de las reivindicaciones de las sociedades araucanas. En el caso de las sociedades que proclaman inspirarse en los principios de la democracia liberal, no es menor un riesgo semejante, pues en ellas, como en las seudo socialistas, predomina la conciencia criolla, que sintetiza el modo histórico de relacionarse el criollo con las sociedades aborígenes”.

En suma, pareciera estar en juego, no sólo ni precisamente, la justificación histórica de una causa, es decir la representada por la conjunción de dos derechos fundamentales: el muy natural de pueblos avasallados a reasumir su curso histórico, por una parte; y el universalmente reconocido de los pueblos a la autodeterminación, por la otra. Esta visiblemente irrefutable combinación de derechos podría ver amenazada, y hasta menguada, su legitimidad. Ello podría ocurrir al ser inducidos quienes practican tal combinación de derechos a chocar con la invocación de iguales derechos  por las sociedades criollas, al amparo de cuyo producto sociopolítico más avanzado, la democracia, encuentra cauce institucional el ejercicio de esos derechos por las sociedades aborígenes.  

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No parece razonable intentar sacar aquí conclusiones respecto de un proceso socio histórico extremadamente complejo, que parece apenas entrar en vías de realización, a juzgar por los  acontecimientos que ocurren en Bolivia, -y a cuya comprensión he intentado contribuir con los fragmentos textuales- . En cambio, sí parece oportuno hacer algunos señalamientos a considerar:

En primer lugar, cabe puntualizar que tales acontecimientos  se inscriben en el juego de la democracia liberal moderna, es decir de un sistema socio político que no tiene precedente en la sociedades aborígenes, y que sí marca, en cambio, el ascenso cultural de la sociedad criolla.

En segundo lugar, cabe apuntar la probable comprobación de que si bien el aprendizaje de la democracia liberal moderna, partiendo de la inicial condición monárquica absolutista de la sociedad criolla, ha requerido un prolongado y tenaz esfuerzo durante casi dos siglos, lo exigirá aún más en las sociedades aborígenes, dada la vigencia de su ancestral esencia teocrático-absolutista.

En tercer lugar, no se puede subestimar la sospecha  de que, si llegasen a inscribirse los intentos de reanudar su curso histórico por las sociedades aborígenes, en la red de cuestiones sociopolíticas, económicas e ideológicas que tienden a caracterizar el siglo XXI, se les planteará un reto de tal complejidad que les resultará difícilmente superable, sobre todo en el marco de las formaciones estadales nacionales actuales, creadas, mantenidas y preservadas por las sociedades criollas.

En tercer lugar, brota la casi certidumbre de que si cediesen a la tentación de pretender voltear el muy injusto sistema de opresión y explotación montado por la sociedad criolla, como muy probablemente lo pretenderán los factores extremistas propios e internacionales, ello podría acarrear,  sobre todo para las sociedades aborígenes, consecuencias altamente traumáticas y hasta dolorosas.

De manera general es lícito pensar que a este eventual desenlace del nuevo intento de algunas sociedades aborígenes de reanudar su curso histórico, podría contribuir significativamente el desengaño que advendrá al disiparse la ficción de homogeneidad del denominado “mundo indígena”.


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