El
oficio de profeta ni goza de buen crédito ni es en sí
saludable para quien intente ejercerlo. No es necesario
escarbar mucho la historia para comprobar este aserto:
¡El más triste destino del profeta es, ciertamente,
llegar a ver realizarse su profecía! Sobre todo cuando
los efectos de esa realización le abarcan, y tal es mi
caso por ser criollo, como ha de verse.
Pero, hay modos y maneras de practicar ese arriesgado
oficio. Se extienden desde traducir la inspiración
divina hasta ejercitar el sentido histórico. Aunque
estas potencias difieren en cuanto a la fuente de su
legitimidad, no cabe ignorar que tienen en común una
buena porción de inspiración. Sin embargo, sobrevive una
diferencia fundamental entre la inspiración divina y el
sentido histórico. La primera es súbita, perfecta e
infalible. El segundo se gesta lentamente, está cargado
de imperfecciones y es falible. Sin embargo, ambos son
necesarios. La primera para alimento del espíritu. El
segundo para el del intelecto.
Por esta ultima razón, y desoyendo el consejo de
maestros historiadores tan versados como prudentes,
algún impetuoso historiador termina por ceder a la
tentación de profetizar. Esto sucede, seguramente,
porque en su ánimo prevalece el resultado de una
comprobación. La de que, en el fondo espiritual de su
oficio, al historiador le interesa el pasado, pero le
interesa más el presente y le interesa sobre todo el
futuro. Este juego de los tiempos hace que toda historia
termine por ser historia contemporánea, en el sentido de
estar abierta hacia el futuro, más que hacia el pasado.
Pero ocurre otra particular expresión de la manera sui
géneris como el historiador puede contemplar, estudiar e
interpretar el presente. Ella es verlo como una
situación en la cual pasado y futuro se conjugan
originando variables cuyo dinamismo, al ser percibido
por el historiador en uso del sentido histórico, termina
por radicar en él la concepción del presente entendido,
no como un puente entre el pasado y el futuro, sino como
el espacio-tiempo en el cual ambos momentos del tiempo
histórico no se enfrentan sino se conjugan,
planteándosele de esta manera al historiador la
dificilísima tarea de interpretar el sentido y la marcha
de esa conjugación.
Mas, por si fueran pocas las dificultades ya enunciadas
y someramente comentadas, queda una cuya importancia no
podría ser exagerada. Trátase de la inmersión, directa o
no, inmediata o tardía, del historiador en la situación
que debe estudiar e interpretar. Y esta inmersión puede
ser como participante o como resultante de las
modalidades de la conciencia histórica.
Esto último sucede cuando un historiador latinoamericano
estudia las sociedades aborígenes, situándolas en la
evolución de su inserción en la sociedad implantada, y
trata de interpretar la dinámica de tal inserción. Si
pertenece a una sociedad de denso componente aborigen,
el historiador pagará tributo a la dificultad de
percibir en lo cotidiano la posibilidad de lo
extraordinario, en un sentido de cambio. Si no pertenece
a una sociedad de fuerte componente aborigen, el
fenómeno ideológico que denomino la conciencia criolla
se encargará de compensar esa falta de cotidianidad, en
el sentido de servir de filtro que impida la percepción
de lo extraordinario en lo ordinario.
*
* * *
En 1968, luego de proyectar lo percibido, -no sólo lo
observado-, durante un viaje por la América andina,
sobre una prolongada experiencia mexicana y
guatemalteca, y en función de cierto esfuerzo
histórico-crítico, basado en parte en el estudio de los
Balcanes y particularmente de Albania, en relación con
la dominación allí ejercida por el Imperio Otomano, me
atreví a expresar, en el seno del Equipo Socio histórico
de CENDES, que entonces coordinaba, mi convicción de que
en un futuro más cercano que lejano algunas de las
sociedades aborígenes podrían reanudar su curso
histórico. Obviamente, me refería sobre todo a quechuas,
aimaras, mayas, zapotecas y
goajiros colombo-venezolanos. Las discusiones
suscitadas por esta proposición contribuyeron a su
afinamiento y consolidación.
De manera que cuando recibí de UNESCO el encargo de
formular el documento que titulé “Lineamientos
metodológicos para una Historia General de América
Latina”, fechado Caracas, 14 de octubre de 1981, apunté
como una de las tareas primordiales de la nueva
Historia, cuya elaboración se emprendería, la de
“contribuir a restablecer la historicidad de las
sociedades aborígenes y afroamericanas”.
Quizás sea la explicación válida de este compromiso
intelectual y científico el propósito de satisfacer una
necesidad historiográfica: “Rescatar la perspectiva
histórica del largo período americano, representado por
las sociedades aborígenes, viéndolas como un continuo
social y no como un antecedente o como un complemento
del proceso de implantación de nuevas sociedades”.
Desde el momento mismo de la empresa de descubrimiento,
conquista y colonización, adelantada por los europeos,
-en no pocas ocasiones con auxiliares aborígenes-, la
resistencia de los primitivos pobladores se expresó y
perseveró asumiendo diversas formas. Pero cabe una
observación que creo muy significativa:
“Las coyunturas políticas recientes, locales americanas
y universales europeas, actúan como variables en este
proceso, con el saldo global de que disminuyen las
posibilidades de extinción de las sociedades aborígenes
y se acentúa la brecha que separa a las sociedades
implantadas criollas del contexto europeo original. Pero
hay un cambio fundamental en el cuadro interno que
transforma la situación general: la recuperación de las
sociedades aborígenes en sentido demográfico, cultural y
político, contraría, hasta anularla, la concepción
fatalista respecto de ellas, propia del proceso de
implantación. En una
proyección histórica abierta ya no cabe descartar la
posibilidad de que algunas sociedades aborígenes
reasuman [reanuden]
su curso histórico; no entendido, obviamente, como un
retorno al siglo XVI, pero en todo caso superando la
inserción criolla como representativa del conjunto”.
(Véase: Germán Carrera Damas,
De la dificultad de ser
criollo. (Colección Tierra Nuestra). Caracas,
Grijalbo, 1993, pp.
139-144).
Desarrollando este enfoque de lo que habría de ser la
Historia General de
América Latina, en la “Introducción general”,
que corre en cada volumen de la misma a partir del 1º,
publicado en Madrid por UNESCO-Editorial
Trotta, en 1999, se asienta,
respecto de las dificultades encontradas en la
realización de los objetivos metódicos y conceptuales:
“Nuestro propósito de componer una historia de
sociedades tropezó pronto con una realidad histórica que
en muchos aspectos alcanzó a prevalecer. Ella es que la
historia de las sociedades latinoamericanas, criollas y
aborígenes, ha sido escrita y cultivada en
correspondencia con el proceso de conformación social
hegemónica del criollo latinoamericano. Naturalmente,
esto vale no sólo para la comprensión y la explicación
de la historia. Vale también para el acopio y la
presentación de las fuentes, así como para la
orientación de los proyectos de investigación. De esta
manera, en muchas ocasiones, como seguramente lo
apreciará el lector, la presencia histórica de las
sociedades no criollas se debilita, e incluso queda
subordinada a la de las sociedades criollas. Me niego a
aceptar la fácil explicación de este hecho consistente
en que ello sucede porque las sociedades criollas son el
motor de los complejos sociales latinoamericanos. Viene
más a la razón el observar que en éstos se da una
desigualdad de ritmos históricos. Rechazo la creencia,
aunque generalizada, del estancamiento de alguno de sus
componentes. En todo caso rechazo esta
ultima creencia por cuanto
ella lleva en la práctica social a pronunciar la más
prejuiciada sentencia contra las sociedades aborígenes,
tradicionalmente vistas por las sociedades criollas como
responsables del atraso social y de los obstáculos
encontrados por los intentos de progreso. Quizás ha
escapado a la atención de quienes han puesto empeño en
refutar esta prejuiciada interpretación, asumiendo la
defensa del indígena y abonando la exaltación de su
contribución cultural, el señalar que la verdadera causa
de tal dificultad radica en el modo como las sociedades
criollas y aborígenes se relacionan en la mentalidad del
criollo, puesto que el papel de la mentalidad aborigen
en él sigue siendo materia más de supuestos y
deducciones que de conocimiento”.
En consecuencia, este cuadro, en el cual se articulan y
combinan determinantes de diferente naturaleza, pero que
están orgánicamente vinculadas en la historicidad de las
sociedades aborígenes, se ha vuelto particularmente
preocupante y hasta alarmante. En efecto, al ser
contaminada esta penosa coexistencia por corrientes
políticas que no guardan correspondencia con la
legitimidad histórica de la reanudación de su curso
histórico por algunas de las sociedades aborígenes,
hasta llegar a desvirtuar esa reanudación en su justa
motivación, tanto estas sociedades como las sociedades
criollas, históricamente vinculadas, pueden encarar
graves desarrollos que lleven a recordar el trágico
desenlace de las numerosas rebeliones aborígenes, o
quizás hasta a permitir evocar lo ocurrido en algunas
de las nuevas naciones africanas:
“Se ha formado de esta manera entre las sociedades
aborígenes y las criollas, una brecha que ha resistido
los esfuerzos de los creadores literarios y artísticos,
al igual que los de mentes científicas y filósofos
sociales. También
las corrientes ideológicas y políticas de reciente curso
han pretendido llenar esa brecha. El curso actual de las
sociedades aborígenes latinoamericanas ha experimentado
la intrusión, por lo general depredadora, de tales
intentos. De esta manera esas sociedades siguen siendo
hoy, en términos generales, la arena en la cual se
barajan concepciones generadas en el seno de las
sociedades criollas a lo largo de cinco siglos de
dominación. Si no como doctrinas formuladas
expresamente, sí como práctica vigente socialmente, esas
concepciones se corresponden con la yuxtaposición de
tiempos históricos, perceptible en algunas de las
sociedades latinoamericanas. Forman la gama que se
extiende desde la acción misionera, -ella misma
reveladora de esa yuxtaposición de tiempos históricos-,
hasta los tratamientos antropológicos experimentales
actuales. Pero, de manera general, puede decirse que el
núcleo del relacionamiento
de las sociedades criollas con las sociedades
aborígenes, formado en el siglo XVI, se mantiene: está
compuesto por las acción simultánea de misioneros,
comerciantes-rescatadores, soldados pobladores y
funcionarios expoliadores.
A los cuales se han
sumado en los últimos años los promotores de causas
políticas en búsqueda de seguidores”. (pp.
18-19).
Como culminación de esta línea de interpretación
histórica, me permito incluir un fragmento de mi ensayo,
fechado Caracas, abril de 2005, que forma parte del
volumen intitulado “Condiciones
de la democracia en América Latina”,
coordinado por el destacado investigador social Profesor
Waldo
Ansaldi, actualmente en proceso de edición en la
República Argentina:
“Cabe apuntar, aunque sea de manera sumaria, que es
justamente en relación con la existencia de los Estados
nacionales como se están gestando tres grandes retos
para la democracia latinoamericana, a los cuales no
parece que se les esté prestando la debida atención.
“El más inmediato de esos retos, y potencialmente el más
cargado de consecuencias que pueden resultar altamente
traumáticas, es la históricamente próxima reanudación de
su curso histórico por algunas sociedades aborígenes, o
de origen negroafricano,
siguiendo una derrota sociopolítica que partiendo de la
reivindicación in
solidum de su
cultura y religión, pasa por la autonomía para llegar
al Estado plurinacional, si es que no va más allá. La
experiencia del Estado seudo socialista de Nicaragua, en
esta materia, reveló un claro tinte estalinista. A su
vez, el menos estridente ensayo socialista en Chile
subestimó la legitimidad de las reivindicaciones de las
sociedades araucanas. En el caso de las sociedades que
proclaman inspirarse en los principios de la democracia
liberal, no es menor un riesgo semejante, pues en ellas,
como en las seudo socialistas, predomina la
conciencia criolla,
que sintetiza el modo histórico de relacionarse el
criollo con las sociedades aborígenes”.
En suma, pareciera estar en juego, no sólo ni
precisamente, la justificación histórica de una causa,
es decir la representada por la conjunción de dos
derechos fundamentales: el muy natural de pueblos
avasallados a reasumir su curso histórico, por una
parte; y el universalmente reconocido de los pueblos a
la autodeterminación, por la otra. Esta visiblemente
irrefutable combinación de derechos podría ver
amenazada, y hasta menguada, su legitimidad. Ello podría
ocurrir al ser inducidos quienes practican tal
combinación de derechos a chocar con la invocación de
iguales derechos por las sociedades criollas, al amparo
de cuyo producto sociopolítico más avanzado, la
democracia, encuentra cauce institucional el ejercicio
de esos derechos por las sociedades aborígenes.
*
* * *
No parece razonable intentar sacar aquí conclusiones
respecto de un proceso socio histórico extremadamente
complejo, que parece apenas entrar en vías de
realización, a juzgar por los acontecimientos que
ocurren en Bolivia, -y a cuya comprensión he intentado
contribuir con los fragmentos textuales- . En cambio, sí
parece oportuno hacer algunos señalamientos a
considerar:
En primer lugar, cabe puntualizar que tales
acontecimientos se inscriben en el juego de la
democracia liberal moderna, es decir de un sistema socio
político que no tiene precedente en la sociedades
aborígenes, y que sí marca, en cambio, el ascenso
cultural de la sociedad criolla.
En segundo lugar, cabe apuntar la probable comprobación
de que si bien el aprendizaje de la democracia liberal
moderna, partiendo de la inicial condición monárquica
absolutista de la sociedad criolla, ha requerido un
prolongado y tenaz esfuerzo durante casi dos siglos, lo
exigirá aún más en las sociedades aborígenes, dada la
vigencia de su ancestral esencia teocrático-absolutista.
En tercer lugar, no se puede subestimar la sospecha de
que, si llegasen a inscribirse los intentos de reanudar
su curso histórico por las sociedades aborígenes, en la
red de cuestiones sociopolíticas, económicas e
ideológicas que tienden a caracterizar el siglo XXI, se
les planteará un reto de tal complejidad que les
resultará difícilmente superable, sobre todo en el marco
de las formaciones estadales nacionales actuales,
creadas, mantenidas y preservadas por las sociedades
criollas.
En tercer lugar, brota la casi certidumbre de que si
cediesen a la tentación de pretender voltear el muy
injusto sistema de opresión y explotación montado por la
sociedad criolla, como muy probablemente lo pretenderán
los factores extremistas propios e internacionales, ello
podría acarrear, sobre todo para las sociedades
aborígenes, consecuencias altamente traumáticas y hasta
dolorosas.
De manera general es lícito pensar que a este eventual
desenlace del nuevo intento de algunas sociedades
aborígenes de reanudar su curso histórico, podría
contribuir significativamente el desengaño que advendrá
al disiparse la ficción de homogeneidad del denominado
“mundo indígena”.